29 de marzo, 2020
No te excedas en la ira, Señor,
no recuerdes siempre nuestra culpa:
mira que somos tu pueblo.
Isaías 64.8, L. Alonso Schökel y J.L. Sicre
Cada
vez que se habla de la intervención de Dios en estos tiempos queda la impresión
de que no se hacen diferencias con la forma en que Él actuaba en la antigüedad,
cuando por frecuencia eran más visibles sus acciones sobrenaturales. Por ende,
se espera que ahora lo haga de ese mismo modo, como si la conciencia humana o
sus realidades fueran exactamente iguales. A eso se refiere Alfonso Pérez
Ranchal en un texto basado en la sólida reflexión del teólogo belga Jacques
Lison (¿Dios proveerá? Comprender la providencia). Hace una magnífica
definición con una crítica explícita: “El providencialismo es la creencia de
que Dios actúa en cada uno de los detalles de la vida. Esta creencia por
muy popular que sea en algunos círculos, desfigura a Dios y lleva a una
serie de derivas”.[1] En
lo cual concuerda Wilhelm Breuning: “Dios guía la historia, pero lo hace de
tal modo que no destruye ni elimina la actividad específica y libre del
hombre”.[2]
Y Arno Schilson complementa: “…porque la acción providencial de Dios se realiza
en la historia fundamentalmente en el hombre y a través del hombre, incluyendo
por tanto el hecho de la libertad y el acto de la fe, ocurre que la confianza
en la providencia de Dios le lleva al hombre a una actuación razonable y
creadora de sentido en la misma historia”.[3] En
otras palabras, la providencia divina sucede en el marco de la autonomía de los
procesos históricos humanos, en los que contingencias como las plagas o
enfermedades pueden acontecer, seguir su curso libre y desembocar en sus
consecuencias naturales.
Este brevísimo resumen de la doctrina de la
providencia es para recordar que, en la época de Isaías III, la creencia en la
acción divina podía ubicarse en el ámbito histórico más cercano al momento de
la escritura, por lo que la exigencia hacia lo que podía esperarse de la
presencia de Dios apelaba a las necesidades inmediatas que aquejaban al pueblo.
Por ello, y como una suerte de repetición de lo afirmado en el cap. 59.9-15, Isaías
64 es un conjunto textual que subraya la forma en que el pueblo buscaba, anhelaba
y solicitaba la intervención de Dios en medio de su situación. Partiendo de una
nueva confesión de sus pecados, se expresa con nostalgia el deseo de que Yahvé
descienda desde lo alto, “rasgando el cielo” a fin de mostrar a sus enemigos
quién es (v. 1). De Él solamente se esperan portentos (2), lo que nadie imaginó
(3), pero que los fieles están seguros de que Él hará. Una gran diferencia aquí
es que, ahora, el Señor saldrá al encuentro únicamente de quien “practica
gozosamente la justicia (4a), en donde ser resume la enseñanza de Is 56.12, 58.6ss.
“Confesado el pecado con deseos de enmienda, tiene que venir la liberación y
restauración nacional. Para ello pide el pueblo un adviento o teofanía, con su acompañamiento
cósmico y efecto consiguiente en los enemigos (véase, por ejemplo, el salmo 68)”.[4]
A continuación, el pueblo reconoce el fracaso de sus
acciones (4b), con lo que se deja ver el sentido autocrítico que surge en medio
del arrepentimiento, así como la manera en que se despliega la providencia lado
a lado con la libertad de elección individual y colectiva. El fracaso colectivo
fue una realidad histórica innegable que debía asumirse con todos sus riesgos. En
el lenguaje espiritual, el pecado es la causa de estas acciones irreflexivas y
la justicia practicada no era suficiente para impedir el castigo divino (5),
reacción inescapable pues así lo establecía la alianza con Yahvé: “Nadie
invocaba tu nombre / ni se esforzaba por aferrarse a ti; / pues nos ocultabas
tu rostro / y nos entregabas en poder de nuestra culpa” (6, énfasis
agregado). “El pecado es mancha que provoca repugnancia y profana, es contagio que
marchita por dentro al hombre, y después lo arrebata como viento escatológico.
En contexto penitencial, ‘justicia’ puede referirse a la inocencia real o
pretendida de una parte El pueblo reconoce que no puede alardear de inocencia
(véase 57.12: ‘denunciaré tu justicia’)”. Relaciones rotas con Dios: no podía
haber mayor tragedia para esa comunidad de fe, pues Él sancionó esa ruptura nada
menos que “ocultando su rostro”, negándose a un trato personal y, más aún, entregando
a su socio en poder de su máximo enemigo, la culpa comunitaria (tal como lo
plantearía después San Pablo en Rom 1.26). La providencia divina se retorció,
por decirlo así, ante las consecuencias propias del rechazo y la desobediencia.
No obstante la crisis tan profunda de la alianza que
se ha desglosado antes, la filiación divina del pueblo es el único resquicio
que se vislumbra para salir de tan delicado momento y el pueblo no puede hacer
más que recordar y devolver a Dios la imagen de la arcilla y el alfarero (7;
29.26; 45.9) para extraer de ella una argumentación audaz y que retoma el
lenguaje penitencial, además de la búsqueda del perdón y de la intervención
divina directa: “No te excedas en la ira, Señor, / no recuerdes siempre nuestra
culpa: / mira que somos tu pueblo” (8). Semejante observación de las
dimensiones de la ira de Dios es capaz de plantear sus peligros, puesto que tal
“exceso” en las manos divinas, en su versión extrema, podía incluir la desaparición
histórica del pueblo. Las ciudades santas destruidas (9) y el templo como “pasto
del fuego” (10) eran realidades inaceptables para una mirada de fe anclada en
la alianza antigua, pero también fueron el resultado de las acciones fallidas
del pueblo y de sus gobernantes. Con todo lo primordial para la fe colectiva reducido
a escombros (10b), el pueblo estaba a merced de los caprichos del imperio
persa, pero también ante la posibilidad de que Dios reconsiderase su intervención
ante tanto dolor acumulado. Dios no podía permanecer insensible y sin actuar
(11).
La situación aquí
descrita corresponde a los años después de la repatriación, cuando no se han
cumplido las magníficas promesas de Isaías. Del templo se recuerda más la
alabanza que los sacrificios, y su mención hace eco a la mención inicial del
santuario celeste. ‘Lo que más queríamos’ se refiere al templo, como en Ez 24.21,
25.
Insensible,
tt’pq, como en 63.15; callarse, como en 62.1. El pueblo no acaba de
comprender el silencio de Dios, aunque confiesa que es padre misericordioso. La
confianza no anula el sufrimiento, pero lo transforma en oración.[5]
La esperanza tenía que reverdecer ante un marco tan
oscuro, además de renovarse en medio de estas condiciones. El imperio persa
tenía un proyecto propio que podía o no empatarse con los sueños e ideales del
pueblo de Dios. Pero la providencia divina sería capaz de hallar un camino
intermedio para la sanación integral de la comunidad, tal como ahora se espera
ante la situación de enfermedad que está poniendo en riesgo la vida en el
planeta. Aunque hoy, como no era posible entonces, las comunidades de fe, más
allá de cualquier variante de exclusivismo de la fe, se presenta ante Dios para
rogar su intervención a favor de toda la creación y de la humanidad entera. Dios
cumplirá sus planes redentores en el mundo, a pesar de las condiciones tan
adversas, y al mismo tiempo dará a conocer su amor y misericordia. En eso
confiamos plenamente y lo compartimos con el resto del mundo.
[1] A. Pérez Ranchal, “Pensar en la
providencia en tiempos del coronavirus”, en Pensamiento Protestante. Un
lugar abierto a la reflexión, 27 de marzo de 2020, www.pensamientoprotestante.com/2020/03/pensar-en-la-providencia-en-tiempos-del.html?fbclid=IwAR3eUXl32A_hrt2Z3PG3_SnQ9IyS5oQksksMWM-HC3sEQ7dh37j10VH0zYw.
[2] W. Breuning, “Providencia”, en W.
Beinert, dir., Diccionario de teología dogmática. Barcelona, Herder,
1990, p. 569.
[3] A, Schilson, “Providencia-teología de la
historia”, en P. Eicher, dir., Diccionario de conceptos teológicos. II. Barcelona,
Herder, 1990, p. 309.
[4] L. Alonso Schökel y J.L. Sicre, Profetas.
I. Madrid, Cristiandad, 1980, p. 380.
[5] Ibid., p. 381.
No hay comentarios:
Publicar un comentario