domingo, 8 de marzo de 2020

Nueva ciudad, nueva existencia de fe, L. Cervantes-O.

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8 de marzo de 2020


Los pueblos verán tu justicia, y los reyes, tu gloria;
te pondrán un nombre nuevo
impuesto por la boca del Señor.
Serás corona fúlgida en la mano del Señor
y diadema real en la palma de tu Dios.
Isaías 62.2-3, L. Alonso Schökel y J.L. Sicre

Desde los tiempos de los reyes David y Salomón (alrededor de mil años a.C.), la ciudad de Jerusalén comenzó a alcanzar un enorme estatus como representación simbólica y genuina de la presencia de Dios en medio de su pueblo gracias al templo que centralizó el culto y redujo la importancia de los demás santuarios de la tierra. Este gran esfuerzo religioso, espiritual y político significó que el pueblo debió acostumbrarse a ubicar en ese lugar todo lo más relevante de la vida de fe individual y comunitaria. El Salmo 122 da fe de la actitud receptiva con que los judíos de diversas épocas asimilaron esta forma de relación con Dios a través de la existencia de esa ciudad. Cuando los desterrados comenzaron a volver, iniciaron también los esfuerzos para reubicar a Jerusalén en la conciencia espiritual con un templo y unas murallas reconstruidos a fin de dotar a la nueva comunidad de una referencia geográfica sólida que permitiera reiniciar las condiciones de la antigua alianza en el marco de la nueva situación política dominada por los diversos imperios del momento. La Biblia de Nuestro Pueblo profundiza en el ambiente de la época:

Hay que tener en cuenta que al regreso del destierro las cosas no fueron tan fáciles ni tan hermosas como muchos lo soñaban y esperaban. El panorama seguía siendo muy sombrío con sentimientos encontrados entre los que regresaban de Babilonia y los que se habían quedado en el país.
Los primeros reclamaban sus antiguas pertenencias y posesiones, mientras los segundos se afirmaban en el derecho adquirido sobre ellas. En medio de todo, el profeta tiene que cumplir su tarea, debe hacer “soñar”, hacer suspirar por algo nuevo y grandioso.

Los textos correspondientes al denominado Tercer Isaías retomaron en buena medida la orientación profética y utópica de la segunda parte del libro, pues como explican Alonso Schökel y Sicre: “Isaías 62 tiene tantos puntos de contacto con poemas de los capítulos 49, 51-52 o 54 que algunos lo consideran obra del mismo autor; el que compuso el libro definitivo habría reservado este poema para la tercera sección. También cabe pensar en una imitación consciente de temas y formas. Aunque no se resuelva ese problema secundario, la semejanza ayuda a comprender el sentido”.[1] Añaden que estamos delante de “la conocida imagen de la ciudad como esposa del Señor. Lo original es que no se trata aquí de una reconciliación tras la ruptura, sino de algo inaugural, del día de bodas. […] Expresamente se habla de jóvenes que se casan, no de adultos que se reconcilian; de modo que incluso las alusiones al pasado sirven para realzar la novedad y frescura del acontecimiento”. La Biblia de Nuestro Pueblo destaca el estilo poético del texto en su afán por relanzar la esperanza comunitaria mediante la fuerza de la utopía profética: “Este poema intenta ‘seducir’ a los oyentes para que se enamoren de una ciudad que permanece todavía en ruinas, pero que puede volver a ser la ciudad de Dios, fortaleza del Señor. La fuerza con que se describe esta nueva Jerusalén nos hace entender que quizás entre los oyentes no había ánimos ni compromiso efectivo por reconstruir la ciudad”.

El capítulo se divide en tres secciones: una dirigida a la ciudad como novia (1-5), otra dirigida a los centinelas, ofreciendo los dones (6-9), la tercera al pueblo y ciudad invitando a recibir al vencedor (10-12). La conexión inicial arranca desde el final del cap. 61 que introduce la imagen de bodas de un modo imaginativo y exaltante, avizorando el momento crucial con el majestuoso atavío de unos novios. Las palabras de 62.1b relacionan el amor divino por su pueblo (Sión-Jerusalén) y la visión de la luz en relación con la justicia de Yahvé es impecable y justa: “hasta que rompa la aurora de su justicia / y su salvación llamee como antorcha”.

En el poema se sobreponen y se funden la imagen solar y la imagen del rey victorioso el día de su boda: en términos conceptuales, el rey es el sol. Un centinela aguarda impaciente la “salida” de la aurora, la anuncia e invoca; o espera una antorcha que llamea iluminando un cortejo. Con su canto despierta a la ciudad (52.1s). La aurora ilumina la ciudad (véase 60.1s), que con sus murallas y almenas parece una corona refulgente sobre el monte, visible desde lejos y magnífica.
Es el amanecer de un día de boda. El rey ha ido a defender los derechos o justicia (sdqh) de la ciudad, y vuelve victorioso y salvador (ys’). Toma la ciudad-novia como una corona.[2]

Todos los pueblos serán testigos de la aplicación de la justicia divina, así como del nuevo nombre que recibirá la ciudad (2). La recuperación de la ciudad será grande y muy bendecida; no s escatiman adjetivos para referirse a ello: “corona fúlgida”, “diadema real” (3). Lejos quedarán los momentos tristes en que perdió el favor del esposo divino y quedó abandonada y desolada (4a), pues nuevamente volverá a ser la “favorita” y privilegiada (4b). El v. 5 enlaza la imagen matrimonial con la labor de reconstrucción: Dios es el “arquitecto” (bonek), quien se reencontrará con su esposa en un momento muy alegre.
Los vv. 6-9 (en los que propone el tema de los regalos que el marido ofrece a la esposa a cambio del gozo que encuentra en ella) muestran instantes jubilosos ligados a la reedificación: sobre las murallas ahora hay centinelas permanentes que no descansan (6-7a), pues la ciudad debe restablecerse y llegar a ser “la admiración de la tierra” (7b): “…la gloria de Jerusalén redunda en honor de Dios, ella es un himno viviente”.[3] La garantía de todo ello es la promesa divina. Yahvé ya no permitirá que los extranjeros disfruten su trigo ni su vino, ejemplos de la riqueza de la tierra (8). “El ritmo de la fecundidad, producción-consumo, desemboca en el acto religioso de la alabanza, así se supera el peligro de una concepción inmanente y circular del proceso económico. El cultivo de la tierra liga al pueblo a Dios, y el templo es el término del movimiento”. Quienes cosechen serán quienes lo hagan y por ello alabarán al Señor, e incluso beberán en los atrios sagrados (9).

Así, nos hallamos frente a un texto que celebra en clave simbólica “el amor conyugal” de Dios con su pueblo encarnado en la ciudad y que supera rotundamente el “amor maltratado” (Renita Weems) de otros pasajes proféticos (Jeremías, Oseas), en los que la relación hombre-mujer se expone con matices duros y amargos. El restablecimiento de una relación tan plena no puede hablar más que de una restauración efectiva y enormemente deseada: para una nueva experiencia de fe se presenta la realidad de una nueva ciudad, bendecida y proyectada para un futuro de amor y gloria. El horizonte utópico de la fe individual y colectiva aparece como un gran logro en el camino histórico de salvación: “No se trata de una forma de alienación. Los grandes logros de la humanidad y nuestros logros comunitarios y personales, ¿no fueron primero un “sueño”? No está mal soñar, suspirar por algo nuevo y distinto, siempre y cuando no nos quedemos simplemente en esa primera etapa. De ahí hay que pasar a la siguiente que es el compromiso efectivo y la lucha conjunta por lograr lo que soñamos” (Biblia de Nuestro Pueblo).




[1] L. Alonso Schökel y J.L. Sicre, Profetas. I. Madrid, Cristiandad, 1980, p. 373.
[2] Ídem.
[3] Ibid., p. 374.

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