2 de agosto, 2015
Ustedes
estudian (eraunãte) las Escrituras
pensando que contienen vida eterna; pues bien, precisamente las Escrituras dan
testimonio a mi favor.
Juan 5.39, La Palabra (Hispanoamérica)
La relación entre Jesús de Nazaret y las Sagradas Escrituras, es decir,
la Ley mosaica antigua, fue muy profunda, pues incluso en los momentos más
álgidos de su vida, como la tentación en el desierto, recurrió a ella para responder
de la manera más pertinente a la exigencia específica (Mt 4.4, 6-7, 10). Tres
de las frases que pronunció en la cruz procedieron de los Salmos. Su
comprensión de las diversas partes de las Escrituras (Ley, Profetas, Escritos o
Salmos), como se aprecia en Lc 24.44 y la manera en que las citaba manifiesta una
familiaridad que alcanzó gracias al estricto apego a la tradición de su pueblo.
En diversas ocasiones retó a los conocedores a aclarar su lectura e
interpretación; un ejemplo es el desafío de Lc 10.26: “¿Cómo lees [interpretas]?”.
La parte más complicada afloró cuando se aplicó a sí mismo el cumplimiento de
las Escrituras, como en la sinagoga de Nazaret después de leer el pasaje de
Isaías 61.1-2a y sus paisanos quisieron matarlo (Lc 4.28-29). Los discípulos
tardaron mucho en entender el trato del Maestro con las Escrituras antiguas,
tal como lo comenta Jn 12.16. “Jesús no es un exégeta de la Escrituras, sino un
exégeta de sí mismo; explica su persona y su obra a la luz de las Escrituras.
La primitiva comunidad cristiana fue esclareciendo paulatinamente la identidad
de Jesús a la luz de la Escrituras. Todo el Nuevo Testamento está escrito en
esta perspectiva”.[1]
En Juan 5 (resultado de una “doctrina cristológica alta”), en medio de
un fuerte debate con los judíos sobre el lugar del sábado en la práctica
religiosa y ética, por causa de un paralítico que había sanado luego de 38 años
enfermo (vv. 1-17), que provocó una áspera reacción de ellos (“Esta afirmación
provocó en los judíos un mayor deseo de matarlo, porque no sólo no respetaba el
sábado, sino que además decía que Dios era su propio Padre, haciéndose así
igual a Dios”: v. 18), Jesús inicia un discurso acerca de la identificación
absoluta de intereses entre el Padre y el Hijo (19-24) y la autoridad que
recibió para actuar en el nombre del primero y así garantizar la salvación y
resurrección de todos los redimidos/as (25-32). Su afirmación es tajante. “Pues
lo mismo que el Padre tiene la vida en sí mismo, también le concedió al Hijo el
tenerla, y le dio autoridad para juzgar, porque es el Hijo del hombre” (26-27).
A continuación, aborda el asunto del testimonio requerido para validar
su labor y retoma lo hecho por los fariseos al enviar una comisión para
preguntar a Juan sobre su trabajo profético, y destaca la labor de éste (33-35).
Luego agrega que él no necesitaba ningún testimonio humano para legitimar sus
acciones, pues sus acciones (36b) y el mismo Padre (37) son sus testigos. En
ese momento les reprocha no haber “acogido su palabra como lo prueba el hecho
de que no han creído a su enviado” (38). E inmediatamente después aparece la
famosa frase del Señor sobre el esfuerzo de estudio de las Escrituras por parte
de los judíos. Una posibilidad de traducción es que Jesús exhorta a estudiar,
escudriñar, las Escrituras con atención, y la otra tiene que ver más con una
constatación de la práctica judía de la época. El verbo utilizado aquí (eraunãte) representa el
término arameo dâraš, “estudiar”,
“escrutar”, “indagar”, “investigar”, que designa el estudio atento y
sistemático de las Escrituras:[2]
En Jn 5.39 y 7.52 ereunáô se refiere a la penetración en el
conocimiento de la Escritura, a la investigación por parte de los judíos —según
es de suponer— de la ley (acusación de haber violado la ley: v. 16; cf. también
el v. 45). Por otra parte, ereunâte no ha de entenderse aquí como
imperativo (¡escudriñad!), sino como indicativo: los judíos escudriñan las Escrituras
pero se apegan a la letra y piensan asegurarse la vida eterna a través del
cumplimiento del sentido literal de la ley. Ahora bien, es justamente esta
investigación lo que les vuelve ciegos para comprender la auténtica vida que se
manifiesta en los escritos vetero-testamentarios. La actitud y orientación
preconcebidas en el estudio de la ley lleva al rechazo de Jesús (7, 52), es decir,
al rechazo de la vida misma.
En 1 P 1.10, 11 (ex) -ereunáô designa
la investigación y meditación profunda de los profetas sobre los conocimientos
que les son revelados por el espíritu...[3]
Ante un trasfondo judío sumamente complejo caracterizado por el
legalismo de la lectura de las Escrituras, Jesús sugiere que todo contacto apasionado
con las palabras divinas acerca potencialmente a la salvación porque expresa y
expone la realidad de la encarnación en su persona. Tenemos aquí “el resultado
de una defensa de la Iglesia cristiana contra las objeciones de los judíos a
Cristo, una defensa basada en las propias palabras de Jesús […]. Todo el cap. 5
en conjunto encaja perfectamente en la finalidad del evangelio, que insistía en
apartar a los judeo-cristianos de la Sinagoga para que profesaran abiertamente
su fe en Jesús”.[4]
Pero los judíos no están dispuestos a creer en la acumulación de
testimonios que dan fe del mesianismo de Jesús y él se lo reprocha abiertamente
(43-44). El final del pasaje es especialmente provocador, pues allí Jesús
afirma sin ambages que Moisés mismo escribió sobre él, como testimonio máximo
de la historia, la tradición y la Ley (45-46). “En el pensamiento hebreo, la
Ley era la fuente de la vida por excelencia. […] El amor de Dios era la esencia
de la Ley (Lc 10.27); cuando Jesús dice a ‘los judíos’ que no lo poseen, es
para desembocar en el tema de que han traicionado a Moisés (también 7.19)”.[5]
Moisés, como sinónimo de la Ley y autor máximo de las Escrituras es el testigo
mayor, aunque ni eso satisfaga las expectativas de los judíos respecto al
Señor. Apegarse a las Escrituras e investigar diligentemente sobre ellas mediante
una lectura de fe dispuesta siempre a aprender es la recomendación fehaciente
de Jesús para encontrarse verdaderamente con los designios de Dios.
[1] Félix García
López, “Jesús y las Escrituras”, en www.mercaba.org/DJN/E/escrituras_sagradas.htm.
[2] Raymond E. Brown, introd., trad. y notas,
El evangelio según Juan. I-XII. Madrid,
Ediciones Cristiandad, 1999, p. 482.
[3] M. Seitz, “Escrutar”, en L.
Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo
Testamento. II. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 129.
[4] R.E. Brown, op. cit., pp. 486.
[5] Ibid.,
pp.
482, 483.
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