23 de agosto, 2015
En
efecto, la palabra de Dios es fuente de vida y de eficacia; es más cortante que
espada de dos filos y penetra hasta dividir lo que el ser humano tiene de más
íntimo, hasta llegar a lo más profundo de su ser, poniendo al descubierto los
más secretos pensamientos e intenciones.
Hebreos 4.12, La Palabra (Hispanoamérica)
Palabra,
proclamación y predicación en Jeremías
El impactante episodio de la quema del rollo profético de Jeremías (609-598
a.C.) por parte del rey Joaquín, hijo nada menos que de Josías (622-609 a.C.), ejemplifica
la manera en que los profetas experimentaron la fidelidad a la palabra recibida
por mediación del Espíritu. Se puede decir que con el propio Jeremías se funda
la conciencia de una auténtica teología de la palabra divina a contracorriente
de los vaivenes espirituales e ideológicos propios de los intereses del poder en
turno. Porque si algo estaba bien claro en su mente fue precisamente eso: los regímenes
van y vienen, se suceden uno tras otro y caducan inevitablemente, pero la Palabra
de Yahvé permanece incólume y eterna (Is 40.8). Cada monarca, opuesto o
favorable a la exposición del mensaje sagrado, marcaba una relación positiva o
negativa con esa palabra que sólo podía venir de Dios para enjuiciar y
cuestionar las políticas oficiales pues era éstas eran medidas en relación con
las enseñanzas de la Ley y las exigencias proféticas. De ahí que para Jeremías,
quien había experimentado una auténtica dislocación de su vida para estar al
servicio de la Palabra, la reacción de Joaquín no era más que la previsible
respuesta de un rey impactado por la fuerza de la crítica divina a su actuación
al frente del pueblo. Así se puede resumir la experiencia de Jeremías en su
trato con la dabar divina:
En Jeremías el cumplimiento de la misión consiste en
la transmisión de la palabra de Dios: “Mira, yo pongo mis palabras en tu boca”
(1.9). Para Jeremías la transmisión de la palabra de Dios al profeta no
significa que él pueda disponer de la palabra, sino que implica el conocimiento
de la libertad de Yahve, que mantiene al profeta en actitud de espera del
acontecimiento de la palabra Por la transmisión de la palabra de Dios se
convierte Jeremías en mandatario de la palabra, y se le establece «sobre pueblos
y reyes», a él, y solo a él, se le da el poder de intervenir en la historia de
pueblos y de reyes Aquí no se refleja un delirio de grandeza por el que “la prosperidad
o la desgracia de pueblos enteros dependa de la palabra de un jovenzuelo
pronunciada en un insignificante país” […], lo que aquí se muestra es el poder
de la palabra de Dios que se lanza con toda su fuerza en la historia (cf. Is 9.7)
El cometido de la palabra del profeta es doble (1.10) “arrancar y arrasar,
edificar y plantar”. Aquí, en la vocación, resalta ya claramente la conciencia
del doble aspecto de la palabra de Dios, que es a la vez palabra de juicio (cap
1-25) y de salvación (caps. 30 a 32).[1]
Cuando Jeremías decide no predicar más, el irresistible impulso por hacerlo
de nuevo reaparece y reubica al profeta en una dimensión religiosa y socio-política
que él no imaginó:
La decisión del profeta de no proclamar más la palabra
de Yahvé (20.9a) tropieza con el empuje irresistible de esta palabra, que
interna y externamente se le impone como una magnitud objetiva la palabra de Dios
ahogada en el interior del profeta arde como fuego en sus entrañas y amenaza
con hacerle estallar, de manera que resultan más soportables la injuria y los
malos tratos que la quemazón de esta palabra que le devora. Puesto que Jeremías
cuando la palabra de Dios le acomete está del lado de los afectados y, en su
calidad de mensajero de la palabra critica, penetra en el dolor de Dios por su
pueblo, la destrucción del testigo pertenece a la realización de la palabra de
Dios En ningún otro profeta saltan tan claramente a la vista como en Jeremías
la fuerza de la palabra de juicio impuesta al profeta, su dolor por la
arremetida de la palabra de Dios, el sufrimiento causado por esta palabra
proclamada y aparentemente incumplida, y la conciencia de la ineludibilidad de
la misión encomendada por la palabra de Dios.[2]
El momento de la acción de Joaquín plantea una crisis espiritual sin límites,
compatible con los sucesos que condujeron a la monarquía israelita a su total
desaparición: “Igual que el martirio de Jeremías, también la historia del libro
(= rollo), que se relata en el cap. 36, debe entenderse como historia de la pasión de la palabra del
Señor. El hombre se propone quemar la palabra (36,23), pero la palabra de Yahvé se muestra más activa aún
que antes (36.32). El hecho de que en Jeremías el sufrimiento constituye una
parte integrante del servicio profético desde un punto de vista formal, se
expresa muy particularmente por la característica de que, a diferencia de los
profetas que le precedieron, en el ya no se puede percibir una delimitación
formal entre denuncia profética y lo que es la palabra de juicio propia de Dios”.[3]
El sujeto de la Palabra
revelada en Hebreos
La afirmación inicial de esta epístola marca el resto de sus
afirmaciones relativas a la Palabra divina y al llegar a 4.12 se afirma sin
lugar a dudas una de las características más profundas de la palabra divina: su
capacidad para discernir, para cortar, para abrir la realidad hasta sus más
rotundas consecuencias para que así, caiga
quien caiga, se proclame que la verdad de Dios está absolutamente por
encima de las mezquindades y mentiras humanas.
Este hablar de Dios en el Hijo como palabra de Dios
definitiva y que introduce un giro en el mundo es una exhortación, al mismo
tiempo, para que no perdamos el reposo prometido (4.1, 11). En cuanto está
orientada a un cumplimiento futuro, esta palabra de promesa es vida y eficaz,
tal como lo fue la “palabra de Dios” proclamada en toda su validez como los
ángeles en el Sinaí (2.2), pero si se descuida, puede comportar también muerte
y juicio, en cuanto es más tajante que una espada de dos filos (4.12). Esta
palabra de Dios, que se inició en la palabra de Jesús (2.3), está basada
decisivamente en la exaltación de Dios, a la diestra del Padre (1.5ss) y en su
situación de sumo sacerdote escatológico (7.1ss).[4]
La palabra de Dios tiene, entonces, un vigor y una vigencia que no
depende de las veleidades de sus propios mensajeros o de la reacción opuesta de
sus enemigos, internos o externos, sino de la fuerza espiritual que transmite y
que es capaz de desnudar las más aviesas intenciones de los seres humanos,
escondidas o enmascaradas detrás de instituciones o estructuras sociales o de
poder que pretenden imponerse como la última palabra. Cuando eso sucede, la
Palabra divina se levanta como la luz que es capaz de alumbrar incluso las más
terribles tinieblas. Ésa es la garantía que ofrece el propio Dios al enviarla
al mundo y hacerse presente como crítica de toda forma de injusticia e impiedad
(Ro 1.18).
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