2 de agosto, 2015
Toda
Escritura está inspirada por Dios y es provechosa para enseñar, para
argumentar, para corregir y para educar en la rectitud, a fin de que el
creyente esté perfectamente equipado para hacer toda clase de bien.
II Timoteo 3.16-17, La Palabra (Hispanoamérica)
La famosa exhortación de la escuela paulina que aparece en II Timoteo
3.10-17 busca marcar un contraste con los excesos del mundo que se vendrían
como signos de advertencia ante los últimos tiempos. Es algo que, como se
subraya desde el inicio, “no debe perderse de vista” (3.1a) El lenguaje es casi
apocalíptico, pues busca destacar y señalar la diferencia de aquellos/as que
desean cumplir los mandamientos divinos en medio de situaciones complejas
(3.1b). Se describe un estado de decadencia moral mediante una enumeración casi
interminable de males y excesos (3.2-4), que va del egocentrismo hasta el
engreimiento total, pasando por la deslealtad, la disolución y la traición, sin
olvidar la desobediencia a los padres. Se señalan alrededor de 20 actitudes y
pecados. La lista de vicios es similar a la de I Tim 1.9-10. El llamado es categórico: “¡Apártate de esa clase
de gente!” (5b) a fin de superar la
aparente piedad de quienes fingen tener una espiritualidad que desmienten sus
actos. La búsqueda de la verdad se tornará en una farsa plagada de inmoralidades
(vv. 6-7). El aspecto ético es resaltado para no dejar lugar a dudas sobre el
papel de la fe en Jesucristo como un auténtico revulsivo que efectivamente
instala una vida nueva en la sociedad humana. El enfrentamiento con la verdad,
tal como lo hicieron los falsos magos del faraón (vv. 8-9), redundará en que la
verdadera fe se manifestará como la auténtica forma de experimentar la
presencia de Dios en el mundo. “Sin la complicidad de un auditorio más
inclinado a las frivolidades que a la doctrina sólida, los herejes no tendrían
ningún éxito” (II Tim 4.3-4).[1] Ése es el horizonte de
las llamadas “cartas pastorales”.
Inmediatamente después se afirma
que Timoteo y la comunidad han seguido la enseñanza, el estilo
de vida y los proyectos paulinos (10a). Esos tres elementos son fundamentales
para definir una conducta intachable y fuera de toda acusación: el conocimiento
trazado mediante una certeza doctrinal sólida, sostenida y consistente para pasar
por encima de las pruebas de este mundo, en lo que juega un papel importantísimo
el cultivo de la sabiduría. El estilo de vida, es decir, lo más visible en la
cotidianidad también debía aflorar en todos los aspectos. Y la claridad en los proyectos,
dominados ahora por la mirada puesta en los valores y horizontes del Reino de
Dios. Ninguna otra prioridad debía sustituirlo en la conciencia cristiana de
las personas. Asimismo, la imitación (mímesis)
de la fe, de la mansedumbre, del amor y de la paciencia del maestro (10b) debía
aplicar estos dones del Espíritu a todas las áreas de la vida. Estos son
los recursos básicos para superar la superficialidad y la inconstancia que
acechaban.
Por otra parte, Timoteo había
acompañado a Pablo en muchas situaciones de persecución y sufrimiento (11), en
la región de su llamado primer viaje misionero; Timoteo era originario de
Listra, por lo que conocía bien los lugares y el ambiente hostil. Ése es el trasfondo
para plantear, con firmeza y sin ocultar los riesgos que “todos
los que aspiren a llevar una vida cristiana auténticamente piadosa, sufrirán
persecución” (12). Los demás, “perversos y embaucadores”, “irán de mal
en peor, engañando a los demás, pero siendo ellos los engañados” (13). “Hay
aquí un juego de palabras: los falsos doctores engañan a otros (5-9), pero son
a su vez engañados (por el demonio, 2.26)”.[2]
Con todo lo dicho, ya puede ahora asentarse la parte
positiva de la exhortación: primeramente (v. 14), “Timoteo habrá de mantenerse
firme en la doctrina recibida desde su infancia. Sus maestros principales
fueron su propia madre y su abuela (cf. 1.5), además de Pablo (vv. 10-11; cf.
2,2)”.[3] Lo
que sigue es una expresión corriente entre los judíos de habla griega (Filón,
Josefo) para designar los libros sagrados: hiera
grammata, “las Sagradas Letras”, “las Escrituras”, que en ese momento no
podían ser otras que las contenidas en lo que hoy denominamos Antiguo Testamento.
“Los padres judíos estaban obligados a procurar que sus hijos fueran instruidos
en la Ley tan pronto como llegaban a la edad de cinco años” [v. 15]. La frase “toda
Escritura” (16a) puede significar ‘cada pasaje de la Escritura’ o,
preferiblemente, ‘la totalidad de la Escritura’”.[4] “El
adjetivo theopneustos (“soplar,
insuflar lo divino”, “que respira a Dios”) se usa en el griego helenístico casi
únicamente con valor de pasiva: ‘inspirado por Dios’ […]. Este adjetivo podría
entenderse en sentido predicativo (‘toda Escritura es inspirada por Dios’) o
atributivo (‘toda Escritura, inspirada por Dios, es ciertamente útil...’)”.[5]; “la
autoridad de la Biblia tiene sus raíces en la de Dios, que, en última
instancia, es la causa de que existan estos libros con carácter normativo para
la conducta del hombre”.[6]
Los propósitos de la Escritura revelada son
claros: a) enseñar, b) argumentar, c) corregir, d) educar en
la rectitud y e) equipar al creyente
para hacer el bien en todas sus formas (16-17). La enseñanza “no es puramente teórica, sino
que está ordenada a educar al oyente en la justicia y a sostenerlo con sus
exhortaciones fervientes”.[7] “La Escritura no es menos
indispensable para la refutación de los adversarios, como expresan los dos
verbos ‘argüir’ y ‘corregir’. Así se dice que la ley es útil, no ya para el
justo, sino para reprimir toda clase de vicios (1 Tim 1.8-11)”.[8] La Ley es algo excelente
cuando se trata de aplicarla a los aspectos completos de la existencia humana.
Sólo una familiaridad informada y constante con
las Escrituras puede producir, fortalecer y aplicar la “sana doctrina”. “A una
lectura semejante es a la que tiene que entregarse Timoteo. Por tanto, siempre
queda un progreso por realizar en la inteligencia de los textos para un mejor
cumplimiento del ministerio”.[9] Pero
esto vale para todo fiel cristiano/a que desee experimentar la capacidad renovadora
y formativa de la Palabra divina producida por la manera en que obra el Espíritu
a través de ella, como se afirma en II Tim 1.14: “Y, con la ayuda
del Espíritu Santo que habita en nosotros, guarda la hermosa enseñanza que te
ha sido confiada”.
[1] Edouard Cothenet, Las cartas pastorales. Estella, Verbo Divino, 1991 (Cuadernos
bíblicos, 72), p. 16.
[2] George A.
Denzer, “Cartas pastorales” en Comentario
bíblico San Jerónimo. IV. Madrid, Ediciones Cristiandad, 1972, p. 267.
[3] Idem.
[4] Idem.
[5] Idem.
[6] Idem.
[7] E. Cothenet, op.
cit., p. 28.
[8] Idem.
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