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La Biblia en un selllo antiguo
Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el
vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los
libros sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos
con el ritmo de mi corazón. […] El poeta al volver a la Biblia, no hace más que
regresar a su antigua palabra porque ¿qué es la Biblia más que una Gran
Antología Poética hecha por el Viento y donde todo poeta legítimo se encuentra?
León Felipe, “¿Qué es la Biblia?”
Borges escribió sobre la extraordinaria riqueza y
diversidad de los documentos reunidos en la Biblia que hacen justicia al
significado original de esa palabra:
¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y
distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es
maravilloso? Es decir, obras tan dispares como el Libro de Job, el Cantar de
los Cantares, el Eclesiastés, el Libro de los Reyes, los Evangelios y el
Génesis: atribuirlos todos a un solo autor invisible. Los judíos tuvieron una
magnífica idea. Es como si alguien pretendiera conjuntar en un solo tomo las
obras de Emerson, Carlyle, Melville, Henry James, Chaucer y Shakespeare, y declarar
que todo proviene del mismo autor.
Borges llevaba la Biblia “en la sangre” y prueba de
ello son las alusiones y los prólogos a las traducciones de Job y del Cantar de los Cantares, de Fray Luis de León. En otro momento,
resumió: “La Biblia, más que un libro, es una literatura”. Asomarse a su
influencia permite verificar la manera en que estos textos sagrados han
contribuido a modelar el pensamiento, las creencias y las mentalidades. George
Steiner ha delineado el impacto de ese texto sagrado en la civilización
occidental:
En Occidente,
pero también en otras partes del planeta donde el “Buen Libro” ha sido
introducido,
Y constata: “Parece evidente que la Santa Biblia […]
es el acto lingüístico más publicado y difundido sobre la faz de la tierra”. Una
manera superficial de abordar tal influencia sería observar cómo los textos que
la conforman, especialmente el Antiguo Testamento, son la base de nuevas
historias, como sucede con José y sus
hermanos (1933-1943) de Thomas Mann.
El crítico y religioso Northrop Frye afirmó que el conocimiento
de la Biblia es fundamental para moverse en medio de las producciones
literarias: “Para mí la Biblia es el corpus
de palabras mediante el cual puedo ver el mundo como un cosmos, como un
orden y en el que puedo ver la naturaleza humana como algo redimible, como algo
con derecho a sobrevivir. Para la cultura occidental es el libro total, que lo
abarca todo.”. Para él, la Biblia es el conjunto paradigmático de textos que
contiene en sí todos los símbolos y, por ello es, en palabras del poeta William
Blake, el “gran código” de la humanidad.
Harold Bloom ha señalado que los autores bíblicos no
tendrían mucho que envidiar a los grandes escritores de la literatura universal
y que quien se acerca a ellos entra en contacto directo con un océano interminable:
“Necesitamos una aprehensión estética de la Biblia, ya sea la hebrea, el Nuevo
Testamento… Es gran literatura. […] Lo que caracteriza a Occidente es esa incómoda
sensación de que su saber va por un lado y su vida espiritual por otro. No
podemos dejar de pensar que somos griegos y, no obstante, nuestra moralidad y
religión ─exterior e interior─ encuentran su origen último en la Biblia
hebrea”.
Job es un magnífico ejemplo de los desdoblamientos
culturales que la recorren de principio a fin y que han contribuido a moldear
el gusto y la imaginación. Fray Luis, Cervantes y Quevedo experimentaron su
influjo. En El rey Lear reaparecen los toques jobianos. Ya en la modernidad más
cercana, Job dejó de ser el mártir sufrido y paciente del Medievo y se prestó
más atención al tema de la teodicea que al personaje.
En el romanticismo, muchos autores afrontaron esa gran
figura: Heine, Víctor Hugo, Dostoievski y Byron, entre muchos. Y en el siglo
XX, Hesse, Canetti, Beckett, Brecht, Chesterton, Nelly Sachs, Martin Buber y
Elie Wiesel, sin olvidar, en otros campos a Jung, Joseph Roth y, más recientemente,
René Girard y Antonio Negri. En las artes plásticas no se puede ignorar a Marc
Chagall. María Zambrano también fue seducida por este libro y escribió líneas
iluminadoras en El hombre y lo divino (1955)
y La confesión: género literario (1995).
Desde México, el filósofo transterrado Ramón Xirau
también ha abrevado en la experiencia de Job. Octavio Paz se refirió a él en
1977 al recibir el Premio Jerusalén:
Los sufrimientos de Job pueden verse como una
ilustración del poder de Dios y de la obediencia del justo. Ése es el punto de
vista divino pero el de Job es otro; aunque está “vestido de llagas” —como
dice, admirablemente, la versión castellana de Cipriano de Valera— persiste en
sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su
miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que
padece. “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo”. (X, 2). […] El verdadero misterio no está en la
omnipotencia divina sino en la libertad humana.
A partir de la Reforma Protestante, se abrió la caja
de Pandora de la libre lectura y se impusieron nuevas prácticas de lectura. Así
lo esbozó Carlos Monsiváis: “La única cultura ‘superior’ de las masas, precisa
[Antonio] Alatorre, es la religión, y de allí la enorme influencia de esa
producción de letrados en el desarrollo de nuestra lengua, de manera similar a
la influencia de la versión de la Biblia de King James en los países
anglosajones […] y a la enorme presencia de la versión de la Biblia hecha por
Lutero en el desarrollo del idioma alemán”. En ese contexto, cita directamente
a Alatorre: “La lectura de la Biblia quedó prohibida en el Imperio español
desde el siglo XVI. Si hubiera sido ‘autorizada’ la hermosa traducción de
Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI,
la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es”.
Para el heterodoxo
Monsiváis no existió discontinuidad entre la memorización y la proyección de todo lo bíblico en el resto
de la cultura, incluyendo las obras piadosas. Como se aprecia en toda su obra,
su lenguaje transformó los textos bíblicos en ejercicios incesantes de intertextualidad:
“La Biblia es un libro de registros variados, de énfasis comunitario e
individual (Proverbios o Job), de intensidades y matices. En nuestra cultura es
el clásico de clásicos, y eso beneficia a todos los que escriben”. Sergio Pitol
definió así la impronta bíblica:
El lenguaje
bíblico es como la sedimentación de grandes literaturas. Yo me explico la gran
literatura norteamericana del siglo XIX, ese surgimiento del nivel del suelo a
los niveles más altos debido a que, para los protestantes, la Biblia era un
libro de lectura diaria. […] Leo la traducción de Casiodoro de Reina […] Es un
texto que la Inquisición consideró como heterodoxo [...] Es la tradicional que
comencé a leer y sigo leyendo: es en donde el lenguaje me parece prodigioso.
José Emilio Pacheco adaptó el Cantar de los Cantares fiel a su horizonte y contenido. Félix de
Azúa también se ha referido a la Biblia como “la madre de la literatura”: “Suele
decirse que la moderna literatura europea nace a finales del Renacimiento y su
impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar
el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una
tarea monumental”. También lamentó que la versión citada no circulara en España
lo suficiente y calificó así la obra mayor de Cervantes: “Una Biblia para un
país sin Biblia”.
¿Cómo no referirse a la audaz comparación entre Homero
y el Génesis que practica Erich Auerbach en Mímesis
(1942)? Al comparar el episodio de la cicatriz de Ulises en la Odisea y el intento de sacrificio de
Isaac (Gn 32) se sumerge en ambas tradiciones y encuentra que la bíblica se
sostiene con un valor propio. Podría establecerse una teoría de la lectura
basada en postulados o metáforas bíblicos, como el que inició Ezequiel y
continuó el vidente del Apocalipsis: “comer” o “devorar” el libro es la
disposición que se espera de todo aquel que se acerca a las Sagradas
Escrituras.
La apropiación de la Biblia reproduce esta metáfora como un
proceso cotidiano que funda y desarrolla una “cultura de la lectura” propia de
comunidades creyentes o no creyentes. Así, como lo planteó Paul Ricoeur, “el sujeto
aparece constituido a la vez como lector y como escritor de su propia vida” (Tiempo y narración. III, 1985). Al
considerar una muestra de lectura piadosa clásica como El progreso del peregrino (1678),
de John Bunyan, derivada también de una interpretación alegórica de los
textos bíblicos, se ha descrito el proceso mediante el cual el principio
protestante del libre examen de las Escrituras tuvo como consecuencia literaria
la transformación de los cristianos en lectores.
Algunos postulados de la Reforma alcanzaron una
nueva proyección, a la hora de replantearse el contacto de los creyentes con
los textos sagrados a través de la mediación cultural del libro: “La afirmación
del sacerdocio universal […] resulta, incluso, más sencillo de comprender si la
interpretamos […] como un imperativo más asequible que ordenaría a todos los
creyentes, cuyo deber era ser sacerdotes, que aprendieran a leer”.
Olivier Millet y Philippe de Robert practicaron en Cultura bíblica (2001) otro abordaje de
la influencia cultural y artística de los textos sagrados partiendo de los
énfasis literarios. Para ello, hacen desfilar una larga lista de nombres y
obras. Afirman que este Gran Código “ha alimentado y sigue alimentando toda
manifestación artística y, por ende, literaria, de la civilización occidental”.
Su revisión de las épocas los conduce a observar: “La utilización de motivos
bíblicos rara vez se llevó a cabo sin la incorporación de cierta carga de
sentimiento religioso, al no abandonarse del todo el simbolismo”.
La iconografía derivada de las historias y relatos
bíblicos ha producido muchas obras que se han instalado en el imaginario
colectivo durante siglos. Así ha sucedido, por ejemplo, con las imágenes del Buen
Pastor o de la Santa Cena, de Leonardo Da Vinci que, ligadas a aspectos
litúrgicos, forman parte de la tradición eclesiástica. La escultura también ha
sido un arte influido por la Biblia: el caso de Miguel Ángel ges el más
visible. Rembrandt y Chagall, sin duda, son dos de los mayores “traductores”
del mensaje bíblico a la pintura. Parte de la obra de Chagall, dedicada a
ciclos enteros de las Escrituras es testimonio dinámico de su profunda lectura:
La Biblia (1956), Dibujos para la Biblia (1960) y los
grabados de los Salmos de David (1979).
En la música, pueden mencionarse los grandes oratorios y cantatas de Bach,
Händel, Palestrina, Haydn y Mendelssohn (su Elías,
de 1846, es majestuoso). Los salmos musicalizados por Leonard Bernstein (1965)
y otras obras de Sergio Cárdenas, desde México, son otros buenos ejemplos.
El texto griego de I Corintios 13 (Canción por la unificación de Europa) en
manos del polaco Zbigniew Preisner, es sin duda una gran aportación a la banda
sonora de Azul (1993), de su coterráneo Krzysztof Kieślowski.
El cine también ha recogido un sinnúmero de referencias bíblicas: Los diez mandamientos (1956), de Cecil B. DeMille,
marcó toda una época. Sobre la pasión de Jesús la lista es enorme, pero los
resultados son sumamente desiguales. Entre decenas de autores, destaca
Pier Paolo Pasolini, gran intérprete del Evangelio de Mateo
(1964).
William Blake, La ira de Eliú, 1805 de la serie de ilustraciones realizadas para El libro de Job. © Dominio público. Fuente: www.wikiwand.com |
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