domingo, 16 de agosto de 2015

Tenemos la palabra profética más segura. L. Cervantes-O.

16 de agosto, 2015


Tenemos también la firmísima palabra de los profetas, a la que ustedes harán bien en atender como a lámpara que alumbra en la oscuridad hasta que despunte el día y el astro matinal amanezca en sus corazones.
II Pedro 1.19, La Palabra (Hispanoamérica)

Una sana teología de la Palabra
Educado por la tradición judía, Jesús de Nazaret y el Espíritu Santo, el antiguo discípulo, luego apóstol y futuro mártir, Simón Pedro, escribió un par de cartas a las comunidades que pastoreó, a fin de consolidar en ellas la fe que había recibido y transmitido de manera tan intensa como desigual. Lejos quedaron sus días de pescador y de creyente anodino e impulsivo, pues en su faceta de escritor y teólogo, se acercó, en las segunda de sus misivas, a uno de los temas fundamentales de la fe cristiana: la presencia de la Palabra en su vertiente profética. Estaba consciente, al parecer, de que la Palabra revelada y escrita se desdobla en, al menos dos variantes: primero, la palabra proferida, expuesta y proclamada en medio de los avatares históricos, y segundo, aquella que se traslada al papel y registra la certeza del mensaje divino en medio de los vaivenes de la vida humana. Ambas, según traslucen las palabras del apóstol, son el vehículo de afirmaciones necesarias e impostergables que deben conocer los seres humanos.

Luego de definir su apostolado (vv. 1-2) y de recapitular la obra de Dios en la vida de los fieles (vv. 3-11), san Pedro afirma la necesidad de insistir en lo aprendido y fortalecerlo (vv. 12-15), pues, afirma: “Mientras viva en este mundo, creo que estoy en el deber de mantener despierta la atención de ustedes con mis consejos”. Para ello, recurre a una de las constataciones más firmes del Nuevo Testamento acerca de una teología de la Palabra a partir de Jesucristo, cuya “venida gloriosa y plena de poder” no se ha anunciado “como si se tratara de leyendas fantásticas”, sino desde el testimonio directo “de su grandiosidad” (v. 16). Golpe directo y contundente a la tendencia, siempre presente, de aderezar con mitos (palabra utilizada originalmente por el apóstol) los episodios de la vida y ministerio de Jesús. Incluso el recuerdo de la voz que se escuchó desde el cielo para validar su misión (Mt 3.) es objeto de una especie de desmitificación (vv. 17-18).

Inmediatamente después hace ver a sus lectores/as el peso específico de la teología de la Palabra que se requiere siempre que se desea acceder a las profundidades del mensaje divino, sin menoscabo de su origen anclado en el tiempo y sin dudas sobre su capacidad para sacudir corazones, movilizar conciencias y producir acciones efectivas: “Tenemos [la comunidad entera, con los dones y capacidades suscitadas por el Espíritu, en recuerdo permanente de lo sucedido en Núm 11] también la firmísima palabra de los profetas [una revelación pertinente, consecuente, sólidamente dirigida a las condiciones del presente coyuntural, sin temor a las reacciones de los de dentro y los de fuera]”. Una sana teología de la Palabra valora tanto la acción divina como el lenguaje que expresa lo revelado, las exigencias éticas del contenido de la Palabra como la intensidad cultural con que ésta se pronuncie. Y todo eso es parte de un patrimonio inalienable de las comunidades cristinas de todos los tiempos. Ése es el tamaño de su herencia espiritual y teológica, tal como lo ha escrito, desde el judaísmo contemporáneo Jacob Taubes:

La hora de la teología ha llegado cuando se derrumba una configuración mítica, y sus símbolos, fosilizados en un canon, entran en conflicto con una nueva etapa de la conciencia humana. Cuando los símbolos, acuñados para expresar el encuentro del hombre con lo divino en un instante particular de su historia, ya no cuadran con su experiencia, la teología intenta interpretar los símbolos originales de tal manera que se adapten a una nueva situación: lo que en el mito estaba presente, está sólo “representado” en la interpretación teológica, actualizado en una narración.[1]

¿Pueblo del Libro?
Pasa a entonces a la exhortación inevitable y enérgica: si esa palabra profética es así, es digna de hacerle caso, es necesario comprender los beneficios de atenderla como es debido, “como a lámpara que alumbra en la oscuridad hasta que despunte el día y el astro matinal amanezca en sus corazones” (19b). Aquí, el lenguaje escatológico resplandece con diáfana intensidad para destacar la forma en que la Palabra profética, la que entonces se conocía, antes de cualquier aportación reunida y canonizada de la Iglesia, debía moldear el espíritu, la conciencia, el pensamiento y la acción de las comunidades. Atender la Palabra, valorar su contenido es un esfuerzo espiritual de altos vuelos, pues no solamente se busca consolidar la familiaridad con los textos o los versículos sino con la totalidad de la Escritura, esfuerzo supremo de comprensión y discernimiento cristiano.

Y entonces aparece el perfil hermenéutico del apóstol: “Sobre este punto, tengan muy presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia, ya que ninguna profecía ha tenido su origen en la sola voluntad humana, sino que, impulsados por el Espíritu Santo, hubo quienes hablaron de parte de Dios” (20-21). La claridad en el discernimiento teológico del contenido de la revelación escrita no se consigue de manera inmediata: es preciso sondear, acometer, asaltar, continuamente, los dichos proféticos para “afinar” el ser, la persona, la conciencia y así empezar a “sintonizar” con la clave exacta de los textos para lograr hacerla presente en medio de los tiempos nuevos.

La tarea interpretativa fue fundada, indudablemente, por el propio Espíritu, autor y actualizador permanente, de esa Palabra que no sólo ya es eterna, sino que también desea modificar profundamente toda realidad humana. La solidez de la interpretación no descansa en los impulsos aislados de la voluntad humana, pues más bien es un movimiento del propio Dios que desea ser inteligible entre sus criaturas humanas. Entenderlo y practicarlo es obligación de toda comunidad seguidora de Jesús de Nazaret. Sólo así se aspirará a ser, nuevamente, el “pueblo del Libro”.





[1] J. Taubes, “Sobre la particularidad del método teológico: reflexiones sobre los principios metódicos de la teología de Paul Tillich” (1963), en Culto y cultura. Elementos para una crítica de la razón histórica. Buenos Aires-Madrid, Katz, 2007, p. 240.

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