26 de abril, 2020
Así dice el Señor:
El cielo es mi trono, y la tierra, el estrado de mis pies:
¿qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso?
Todo esto lo hicieron mis manos,
y existió todo esto —oráculo del Señor.
Pero en ése pondré mis ojos: en el humilde y en el abatido
que se estremece ante mis palabras.
Isaías 66.1-2, L. Alonso Schökel y J.L.
Sicre
El último capítulo del llamado Tercer Isaías y de todo el libro comienza con una diatriba divina en la que se ponen en tela de juicio las motivaciones profundas que condujeron a la reedificación del templo. Es un asunto que no tiene continuidad directa con el capítulo anterior, pero que retoma uno de los temas cruciales para la época: después de esa sección, que concluía con promesas de bienaventuranza para los “siervos” y “elegidos de Yahvé”, aparece un anuncio de crítica respecto de algo inesperado, la construcción de un templo.[1] Se registra un conjunto de actos litúrgicos, se hace una evaluación teológica y se fundamenta el castigo anunciado.
La primera y solemne afirmación del v. 1 (“El cielo es mi trono, y la tierra, el estrado de mis pies”) remata con una pregunta retórica que sacude y conmueve cualquier idea o pensamiento al respecto de la necesidad de un espacio que abarque al eterno e inabarcable Creador de todas las cosas: “¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para mi descanso?” (1b). Es totalmente impropio e improcedente levantar un edificio hecho por los seres humanos para que Yahvé descanse allí. J. Severino Croatto (1930-2004) advierte: “Se puede confrontar el v. 1a con Ezequiel 43.7. Con un lenguaje parecido se dicen cosas muy diferentes. Según este último, el templo es ‘el lugar de mi trono y el lugar de las plantas de mis pies’; en cambio, para Isaías 66.1, ‘los cielos son mi trono, y la tierra, el estrado de mis pies’. El trono de un rey no está nunca al aire libre sino en una “casa” (= templo)”.[2]
También viene a la memoria el discurso inaugural de Salomón cuando dijo: “¿Es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que he construido!” (I Reyes 8.27). Las resonancias cósmicas y litúrgicas son inevitables: “…todo lo que constituye el universo no es más que el trono de Yahvé. ¿Dónde, entonces, puede estar el templo? El otro punto de referencia dentro del espacio es la tierra misma; pero ésta es sólo el apoyo de los pies de Yahvé, imaginado sentado en los cielos. Tampoco hay espacio para una construcción que cobije ese estrado”.[3]
El texto subraya, siguiendo la primera parte del v. 2, que el proyecto humano por establecer una casa para Yahvé ha sido precedido ya por la propia divinidad, que se ha anticipado, pues Él ya hizo aquello que es su trono y el estrado de sus pies. Los humanos, como siempre, han llegado demasiado tarde… Por lo tanto, vuelve a advertir Croatto, de estas palabras “resulta evidente una visión religiosa que considera prescindible todo templo como ‘lugar’ de manifestación de Yahvé”, incluso sin ninguna referencia al culto.
El contenido del v. 2b es particularmente relevante y de gran impacto porque hace descender, desde las alturas celestiales aludidas, el problema (dilema o desafío) del culto humano hasta el nivel de la actitud humana más deseable, y más atendida por Dios mismo, ante las palabras divinas: “la independencia de Yahvé respecto del templo para reinar [pues su grandeza no depende en absoluto de él] tiene su equivalencia en su libertad para ‘mirar’, ya que no está constreñido por el culto que se le rinde sino por su propia elección”.[4]
Este Dios libre e independiente, que no se deja manipular por ninguna forma de culto, es capaz de elegir en quién poner sus ojos: “el oprimido, el abatido de espíritu”, como traduce puntualmente Croatto. Esta “predilección” divina, como destaca el exegeta argentino, recae sobre este tipo de personas y sobre quienes respetan su palabra, en una suerte de asociación existencial y espiritual que corre por la conjunción de los niveles sociopolítico (oprimidos) y subjetivo (abatimiento de espíritu), la misma que se muestra en Is 61.1-3 (el mensaje central del Tritoisaías) y 65.13-14 (las bienaventuranzas de este profeta).
Croatto insiste en que nos comprendamos hoy los lectores/as de este texto como “oprimidos y sufridos” y exhorta a “no ‘suavizar’ el significado de ‘ānî, traduciéndolo por ‘humilde’” porque lo impide el anuncio principal (61.1-13), adonde el sinónimo ānāw tiene como referencia directa la realidad social. La cercanía en el significado entre “oprimido / pobre / humillado” es evidente, tal como se ve en la secuencia de Is 58.3, 5, 7, 10.[5] Aquella persona a la que Dios mira, es también el “temeroso de su palabra”, expresado por un adjetivo verbal menos usual (jārēd), “que indica temor profundo, susto, temblor, estremecimiento”.[6] Así aparece en Esdras 9.4 y 10.3. El mismo énfasis en la palabra divina puede reflejar la ausencia de templos en la diáspora e incluso en la provincia persa de Yehud.
No obstante lo anterior, los destinatarios de este anuncio son los poderosos, por su capacidad de decidir y edificar un templo. “A ese grupo, que se ocupa de Yahvé, éste le dice que su propia atención está puesta en otros, que no parecen atenderlo cúlticamente”.[7] La actualidad de este mensaje está más allá de cualquier intento de mediatización o manipulación, puesto que cuando algún grupo o sector social bien acomodado se siente objeto privilegiado de la atención de Dios (como sugieren perversamente algunos exponentes de la denominada “teología de la prosperidad”), la tendencia hacia la exclusión de quienes no son como ellos se convierte en una “consigna espiritual” deleznable.
El siguiente versículo enumera por pares algunas costumbres rituales encadenadas comparativamente para exhibir, en la segunda parte, su ilegitimidad para la fe yahvista verdadera y un culto auténtico, aceptable. La crítica radical del culto aflora nuevamente, pues quienes practicaban esos actos no eligieron lo que era agradable a Yahvé. El último verso lo confirma: “Todos ellos eligieron su camino y escogieron sus abominaciones”. Siguiendo la línea de la elección, Dios también elegirá los castigos propios para ellos (4), retomando la acusación de 65.12 (“Porque yo los llamé / y ustedes no me respondieron […] hicieron lo que no me gusta, y eligieron lo que no me agrada”).
El pasaje concluye con una exhortación ligada al v. 2b: era preciso que atendieran la palabra divina quienes se estremecen con ella (5a), los que son rechazados por los rebeldes, un grupo antagónico que aún no consumaba la ruptura total. Ese grupo es capaz de rechazar y expulsar a los otros. “La frase de esta gente [“Que el Señor muestre su gloria y veamos nosotros vuestra alegría”, 5b] está poniendo en duda la veracidad o eficacia de tal palabra poética”.[8] Pero ellos serían avergonzados por la voz que atronaría en la ciudad, en el templo (6a), la voz justiciera del Señor (6b), pues su poder indiscutible así lo haría. Parece una polémica entre profetas verdaderos y falsos que desembocó en un anuncio perjudicial para ese grupo.
Yahvé exige un culto auténtico y verdadero como demostración de una profunda aceptación de su palabra y, por ende, de su voluntad. La capacidad recreadora del Señor, aludida en los vv. 7-9, debe quedar fuera de toda duda. Dios recreará a su pueblo (“dará a luz”) siempre que sea necesario y se relacionará con él, litúrgica e históricamente, en medio de la autenticidad con que se presente a rendirle culto. Un pueblo recreado por Él, debería ser capaz de presentarse en una asamblea litúrgica renovada también. Una exigencia similar es la que se enfrenta actualmente por causa de las formas en que Dios continúa recreando, continuamente, la relación o el pacto con su pueblo. Hemos de tomar seriamente las lecciones del caso para responder en consecuencia.
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