sábado, 8 de marzo de 2014

Asumimos el compromiso del seguimiento, L. Cervantes-Ortiz

9 de marzo, 2014

Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz cada día y seguirme. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la salvará.
Lucas 9.23-24, La Palabra (Hispanoamérica)

En uno de los momentos más climáticos de la vida y ministerio de Jesús, el profeta itinerante que ya había reclutado a un buen grupo de seguidores, y justo al apartarse para orar, lanzó una de las preguntas más acuciantes que aquellos escucharían de sus labios, pues la interrogante mayúscula acerca de la interpretación de su persona por parte de cada quien, sin ninguna forma de coerción, era puesta delante para evaluar la manera en que percibían su lugar dentro de los planes de Dios. “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lc 9.18b) y “¿Quién dicen ustedes?”(9.20b). La confrontación entre la vox populi y la percepción de los discípulos traería a la luz la exaltada respuesta de Simón Pedro, a la que seguiría un amargo reproche de Jesús luego de que, en la versión de Mateo 16, aquel comenzó a reconvenirlo cuando comenzó a advertir acerca de su martirio futuro.

Ambas preguntas siguen vigentes en el contexto de los dos mil años de tantas interpretaciones y reinterpretaciones de la figura del Salvador. Con tanta agua que ha pasado debajo del puente, la acumulación de interpretaciones, populares, refinadas y de todo tipo, ha producido también mucha confusión dentro y fuera de los círculos creyentes. La variedad de respuestas que ofrecen los discípulos coincide con la multiplicidad de perspectivas con que se sigue apreciando lo que representa Jesús de Nazaret para la humanidad de todos los tiempos. Sus contemporáneos lo ubicaban más en el ámbito de los profetas antiguos, cuya estela espiritual había llegado hasta ellos y causaba una profunda impresión y respeto, no obstante que se entendían también los riesgos que implicaba encabezar otro proyecto religioso en un ambiente tan complicado por la dominación romana, especialmente a la hora de referirse al gobierno divino sobre el mundo, aspecto político que inevitablemente remitía a la resistencia contra la presencia del imperio en tierras judías.

Sobre la segunda pregunta, la reacción inmediata de Pedro manifiesta una comprensión tan profunda (“¡Tú eres el Mesías enviado por Dios!”, v. 20b) que el propio Jesús, en la versión mateana, reconoce como inspirada por el Espíritu, aunque no en el relato de Lucas, puesto que la intención del maestro galileo era de continuar en una cierta marginalidad para no despertar sospechas y continuar con la tarea iniciada. La claridad con que Pedro responde la pregunta llama la atención porque la forma en que subraya el mesianismo de Jesús en términos generales, esto es, en la línea del poder y la representación. El conflicto en Mateo 16 radica en que, según se le explica a Pedro, se trata de un Mesías que sufre, algo impensable para la mentalidad triunfalista con que respondió el futuro apóstol: “Jesús inicia una discusión con Pedro porque éste no explicitó en su supuesta confesión que Jesús es un Mesías que sufre. El sufrimiento de Jesús está vinculado no al título Mesías/Cristo”[1] sino a los de Hijo de Dios e Hijo del Hombre. “El denominador común y el escándalo de Marcos es haber presentado a este Jesús Hijo de Dios y juez apocalíptico como alguien que sufre” (Idem). Inmediatamente después, Jesús explica el destino martirial del Mesías: “El Hijo del hombre tiene que sufrir mucho; va a ser rechazado por los ancianos del pueblo, por los jefes de los sacerdotes y por los maestros de la ley que le darán muerte; pero al tercer día resucitará” (Lc 9.22), aunque sin la respuesta otra vez exaltada de Pedro que refiere Mateo.

José Antonio Pagola, autor de un polémico best-seller sobre Jesús, replantea el mismo dilema en términos de la búsqueda de Dios y de su relación con el Reino de Dios. Su cadena de apelativos para Jesús amplía la visión del ministerio completo de Jesús en varias dimensiones complementarias, pues abarca diversos aspectos (14) que se complementan sólidamente, con base en la enseñanza de los cuatro Evangelios, dedicando un capítulo a cada uno: judío de Galilea, vecino de Nazaret, buscador de Dios, profeta del Reino de Dios, poeta de la compasión, curador de la vida, defensor de los últimos, amigo de la mujer, maestro de vida, creador de un movimiento renovador, creyente fiel, conflictivo y peligroso, mártir del Reino de Dios, resucitado por Dios.[2]

Lo que viene a continuación es una advertencia crucial acerca del compromiso del seguimiento pues delinea una serie de actitudes sobre el hecho de seguir a Jesús que trasciende el mero momento de su alocución. El maestro sintetiza muy bien lo que espera de sus seguidores y redefine lo que está sucediendo con ellos/as mediante la fórmula del “seguimiento”: Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz cada día y seguirme” (9.23). Así comenta Pagola:

Un discípulo ha de olvidarse de sí mismo, renunciar a sus intereses y vivir en adelante centrado en Jesús. Ya no se pertenece; su vida es de Jesús; vive siguiéndole a él. Hasta aquí no dejaba de ser atractivo. Lo inquietante era la metáfora que Jesús añadía. Todos conocían el espectáculo terrible del condenado que, azotado y ensangrentado, era obligado a llevar sobre sus espaldas el madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde esperaba el madero vertical, fijado en tierra. Antes y después de Jesús, Palestina estuvo salpicada de cruces. Todos sabían con qué facilidad de crucificaba a esclavos, ladrones, rebelde y gentes que ponían en peligro la paz. Todavía se recordaban aquellos días terribles en que el general Varo había crucificado a dos mil judíos alrededor de Jerusalén. Era el año 4 a.C., y Jesús daba sus primeros pasos en su casa de Nazaret (F. Josefo, La guerra judía, II, 72-75). No podía haber elegido un lenguaje más gráfico para grabar en sus discípulos lo que esperaba de ellos: una disponibilidad  sin límite para seguirle, asumiendo los riesgos, la hostilidad, el escarnio y, tal vez, la misma muerte. Su destino era compartir la misma suerte que los desgraciados y miserables que, de tantas maneras, eran “crucificados” en aquella sociedad. Juntos entrarían en el reino de Dios (pp. 284-285)

Incluso el seno de la familia patriarcal era un enorme desafío: “Cuando Jesús pide a los discípulos abandonar a su padre, les está exigiendo ir contra el primer deber de todo hijo, que es el respeto, la obediencia y la sumisión total a su autoridad. Desafiar el poder supremo del padre dejándolo solo en la casa no es sólo signo de profunda ingratitud; es, además, una afrenta pública que nadie puede aceptar. Por eso tuvo que provocar verdadero escándalo la respuesta de Jesús a uno que le pedía ir primeramente a ‘enterrar a su padre’ antes de incorporarse a su seguimiento: ‘Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios’ [Lc 9.59]” (p. 283). De ese tamaño era el compromiso al que los llamaba y nos sigue llamando hoy también. Ésa es la fuente de la constancia que espera de nosotros: una fidelidad a toda prueba capaz de afrontar todas las consecuencias, porque el seguimiento tiene dentro de sí una gran paradoja, que no escondió a sus discípulos/as, pletórica de esperanza: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la salvará” (9.24).





[1] Paulo Nogueira, “Pedro, la piedra y la autoridad fundante en el cristianismo primitivo”, en RIBLA, núm. 27, www.claiweb.org/ribla/ribla27/pedro%20piedra.html.
[2] J.A. Pagola, Jesús. Aproximación histórica. Madrid, PPC, 2007, 538 pp. Cf. Markus Bockmuehl, ed., The Cambridge companion to Jesus. Universidad de Cambridge, 2001.

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