9 de marzo, 2014
Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí
mismo, cargar con su cruz cada día y seguirme. Porque el que quiera salvar su
vida, la perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la salvará.
Lucas 9.23-24, La Palabra (Hispanoamérica)
En
uno de los momentos más climáticos de la vida y ministerio de Jesús, el profeta
itinerante que ya había reclutado a un buen grupo de seguidores, y justo al
apartarse para orar, lanzó una de las preguntas más acuciantes que aquellos
escucharían de sus labios, pues la interrogante mayúscula acerca de la
interpretación de su persona por parte de cada quien, sin ninguna forma de
coerción, era puesta delante para evaluar la manera en que percibían su lugar
dentro de los planes de Dios. “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lc 9.18b) y “¿Quién
dicen ustedes?”(9.20b). La confrontación entre la vox populi y la percepción de los discípulos traería a la luz la
exaltada respuesta de Simón Pedro, a la que seguiría un amargo reproche de
Jesús luego de que, en la versión de Mateo 16, aquel comenzó a reconvenirlo
cuando comenzó a advertir acerca de su martirio futuro.
Ambas preguntas siguen vigentes en el contexto
de los dos mil años de tantas interpretaciones y reinterpretaciones de la
figura del Salvador. Con tanta agua que ha pasado debajo del puente, la
acumulación de interpretaciones, populares, refinadas y de todo tipo, ha
producido también mucha confusión dentro y fuera de los círculos creyentes. La
variedad de respuestas que ofrecen los discípulos coincide con la multiplicidad
de perspectivas con que se sigue apreciando lo que representa Jesús de Nazaret
para la humanidad de todos los tiempos. Sus contemporáneos lo ubicaban más en
el ámbito de los profetas antiguos, cuya estela espiritual había llegado hasta
ellos y causaba una profunda impresión y respeto, no obstante que se entendían
también los riesgos que implicaba encabezar otro proyecto religioso en un
ambiente tan complicado por la dominación romana, especialmente a la hora de referirse
al gobierno divino sobre el mundo, aspecto político que inevitablemente remitía
a la resistencia contra la presencia del imperio en tierras judías.
Sobre la segunda pregunta, la reacción inmediata
de Pedro manifiesta una comprensión tan profunda (“¡Tú eres el Mesías enviado
por Dios!”, v. 20b) que el propio Jesús, en la versión mateana, reconoce como
inspirada por el Espíritu, aunque no en el relato de Lucas, puesto que la
intención del maestro galileo era de continuar en una cierta marginalidad para
no despertar sospechas y continuar con la tarea iniciada. La claridad con que
Pedro responde la pregunta llama la atención porque la forma en que subraya el
mesianismo de Jesús en términos generales, esto es, en la línea del poder y la
representación. El conflicto en Mateo 16 radica en que, según se le explica a
Pedro, se trata de un Mesías que sufre, algo impensable para la mentalidad
triunfalista con que respondió el futuro apóstol: “Jesús inicia una discusión
con Pedro porque éste no explicitó en su supuesta confesión que Jesús es un
Mesías que sufre. El sufrimiento de Jesús está vinculado no al título
Mesías/Cristo”[1] sino a los de Hijo de
Dios e Hijo del Hombre. “El denominador común y el escándalo de Marcos es haber
presentado a este Jesús Hijo de Dios y juez apocalíptico como alguien que sufre”
(Idem). Inmediatamente después, Jesús
explica el destino martirial del Mesías: “El Hijo del hombre tiene que sufrir
mucho; va a ser rechazado por los ancianos del pueblo, por los jefes de los
sacerdotes y por los maestros de la ley que le darán muerte; pero al tercer día
resucitará” (Lc 9.22), aunque sin la respuesta otra vez exaltada de Pedro que
refiere Mateo.
José Antonio Pagola, autor de un polémico best-seller sobre Jesús, replantea el
mismo dilema en términos de la búsqueda de Dios y de su relación con el Reino
de Dios. Su cadena de apelativos para Jesús amplía la visión del ministerio
completo de Jesús en varias dimensiones complementarias, pues abarca diversos
aspectos (14) que se complementan sólidamente, con base en la enseñanza de los cuatro
Evangelios, dedicando un capítulo a cada uno: judío de Galilea, vecino de
Nazaret, buscador de Dios, profeta del Reino de Dios, poeta de la compasión,
curador de la vida, defensor de los últimos, amigo de la mujer, maestro de
vida, creador de un movimiento renovador, creyente fiel, conflictivo y
peligroso, mártir del Reino de Dios, resucitado por Dios.[2]
Lo que viene a continuación es una advertencia
crucial acerca del compromiso del seguimiento pues delinea una serie de
actitudes sobre el hecho de seguir a Jesús que trasciende el mero momento de su
alocución. El maestro sintetiza muy bien lo que espera de sus seguidores y
redefine lo que está sucediendo con ellos/as mediante la fórmula del “seguimiento”:
Si alguno quiere ser discípulo mío, deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su
cruz cada día y seguirme” (9.23). Así comenta Pagola:
Un discípulo ha de
olvidarse de sí mismo, renunciar a sus intereses y vivir en adelante centrado
en Jesús. Ya no se pertenece; su vida es de Jesús; vive siguiéndole a él. Hasta
aquí no dejaba de ser atractivo. Lo inquietante era la metáfora que Jesús
añadía. Todos conocían el espectáculo terrible del condenado que, azotado y
ensangrentado, era obligado a llevar sobre sus espaldas el madero horizontal de
la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde esperaba el madero vertical,
fijado en tierra. Antes y después de Jesús, Palestina estuvo salpicada de
cruces. Todos sabían con qué facilidad de crucificaba a esclavos, ladrones,
rebelde y gentes que ponían en peligro la paz. Todavía se recordaban aquellos días
terribles en que el general Varo había crucificado a dos mil judíos alrededor
de Jerusalén. Era el año 4 a.C., y Jesús daba sus primeros pasos en su casa de
Nazaret (F. Josefo, La guerra judía, II,
72-75). No podía haber elegido un lenguaje más gráfico para grabar en sus
discípulos lo que esperaba de ellos: una disponibilidad sin límite para seguirle, asumiendo los
riesgos, la hostilidad, el escarnio y, tal vez, la misma muerte. Su destino era
compartir la misma suerte que los desgraciados y miserables que, de tantas
maneras, eran “crucificados” en aquella sociedad. Juntos entrarían en el reino
de Dios (pp. 284-285)
Incluso el seno de la familia patriarcal era un
enorme desafío: “Cuando Jesús pide a los discípulos abandonar a su padre, les
está exigiendo ir contra el primer deber de todo hijo, que es el respeto, la
obediencia y la sumisión total a su autoridad. Desafiar el poder supremo del padre
dejándolo solo en la casa no es sólo signo de profunda ingratitud; es, además,
una afrenta pública que nadie puede aceptar. Por eso tuvo que provocar
verdadero escándalo la respuesta de Jesús a uno que le pedía ir primeramente a ‘enterrar
a su padre’ antes de incorporarse a su seguimiento: ‘Deja que los muertos
entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios’ [Lc 9.59]” (p.
283). De ese tamaño era el compromiso al que los llamaba y nos sigue llamando
hoy también. Ésa es la fuente de la constancia que espera de nosotros: una
fidelidad a toda prueba capaz de afrontar todas las consecuencias, porque el
seguimiento tiene dentro de sí una gran paradoja, que no escondió a sus
discípulos/as, pletórica de esperanza: “Porque el que quiera salvar su vida, la
perderá; pero el que entregue su vida por causa de mí, ese la salvará” (9.24).
[1] Paulo Nogueira, “Pedro, la piedra y la autoridad
fundante en el cristianismo primitivo”, en RIBLA,
núm. 27, www.claiweb.org/ribla/ribla27/pedro%20piedra.html.
[2] J.A. Pagola, Jesús.
Aproximación histórica. Madrid, PPC, 2007, 538 pp. Cf. Markus Bockmuehl,
ed., The Cambridge companion to Jesus. Universidad
de Cambridge, 2001.
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