sábado, 1 de marzo de 2014

El bautismo, sacramento inclusivo de gracia, L. Cervantes-O.

1 de marzo, 2014

Conviértanse y que cada uno de ustedes se bautice en el nombre de Jesucristo, a fin de obtener el perdón de sus pecados. Entonces recibirán, como don de Dios, el Espíritu Santo. Porque la promesa les corresponde a ustedes y a sus hijos, e incluso a todos los extranjeros que reciban la llamada del Señor, nuestro Dios.
Hechos 2.38-39, La Palabra (Hispanoamérica)

Cada vez que se tiene la oportunidad de presenciar un bautismo infantil (o no) estamos ante la posibilidad de ser testigos de otro acontecimiento más de la historia de la salvación que inició en la antigüedad más remota, allá, en los confines de la civilización, con Abraham y sus hijos. Porque lo sucedido entonces, cuando aquel hombre caldeo escuchó esa voz que lo llamó a cambiar de vida, de casa, de tierra, ha trascendido hasta nuestros días en la forma de un acto sacramental, como lo denomina la doctrina cristiana, que es muchas cosas al mismo tiempo: primero, la aceptación de que la vida es un don de Dios; segundo, que venimos ante Él, como parte de una comunidad a solicitar su presencia permanente en la vida de nuestros hijos como parte de su pacto eterno; tercero, que se hace un compromiso familiar de enseñanza y formación espiritual para toda la existencia; y cuarto, que nos unimos a la esperanza de dar continuidad a la fe como una realidad histórica en nuestra situación específica.
Pasar por las aguas bautismales no es solamente un ritual que nos remite al simbolismo antiquísimo de considerar que el agua representa la purificación de la vida de una persona. Es parte de un proceso de salvación ligado a la actuación del Espíritu Santo de Dios quien ha comenzado una obra en la vida este niño y niña para llevarlos hasta los brazos de Jesucristo a fin de granjearles la salvación. Así lo atestigua el libro de los Hechos al mostrar que, en los mismos inicios del cristianismo, hubo un reconocimiento de la tradición religiosa del antiguo Israel pero que, además, al momento de aceptar y proclamar a Jesús de Nazaret como el Mesías esperado, estaba surgiendo una comunidad completa, de judíos y no judíos, que podían obtener los beneficios del pacto antiguo de Dios con Israel y que ahora estaba abierto para toda raza y nación.
La predicación del apóstol Pedro, en ese sentido, se refiere al bautismo, se diría hoy, como la carta-credencial obligatoria que Jesús extiende a todos quienes se integran a su obra de redención y desean caminar por los senderos que se dirigen al Reino de Dios. Así lo subrayan las palabras de Hch 2.38-39 mediante la invitación-exhortación a sentirse parte del nuevo pueblo de Dios a partir de una experiencia de fe que se comparte con todos los integrantes de las familias que escucharon la proclamación del Evangelio y optaron por seguir a Jesús. Como lo expresa Karl Barth: “El bautismo cristiano es en esencia la representación de la renovación del hombre por su participación mediante el poder del Espíritu Santo en la muerte y resurrección de Jesucristo, y con eso la representación de la unión del hombre con Cristo, con el pacto de gracia que es concluido y realizado en él, y con la comunión de su Iglesia”.
El bautismo forma parte de un proceso de integración histórica sumamente inclusivo pues ha sido capaz de superar las barreras raciales, espirituales, religiosas, culturales y psicológicas para instalar en la conciencia de quienes lo representan, administran y lo reciben el peso específico de la obra divina a través del Espíritu en la existencia histórica de una persona, Si se administra en la tierna edad de alguien, eso no es impedimento para que, a la hora de interrogar al respecto a la familia, ésta responda con toda conciencia que cumplió con la esperanza que habitaba en su corazón de que Dios garantiza su pacto sobre todo creyente y su familia directa. Después, cada uno será responsable de la recepción del sacramento:

El bautismo me concierne enteramente, al margen de que yo perciba siempre o no con la misma viveza el testimonio del Espíritu Santo. Es nuestra percepción la que no funciona; va y viene; hay momentos en los que la palabra no es viva para mí, y precisamente entonces puede entrar en acción el “estoy bautizado”. En una ocasión quedó fijado en mi vida un signo en el que puedo permanecer firme, aun cuando después no me alcance el testimonio del Espíritu Santo. Exactamente igual que nací, fui bautizado. En cuanto bautizado, me convierto en testigo para mí mismo. El bautismo no puede testimoniar otra cosa que lo que testimonia el Espíritu Santo; pero yo mismo puedo ser para mí, en cuanto bautizado, testigo del Espíritu Santo, y apoyarme a mi vez en este testimonio. El bautismo me llama de nuevo al servicio de testigo, al recordarme la penitencia diaria. Es una señal plantada en nuestra vida.[1]

Por todo ello somos llamados/as a testificar nuevamente de la acción del Espíritu Santo en la vida de estos niños con la confianza que nos da afirmar el pacto que Dios ha hecho con su pueblo. Sólo así podremos superar las implicaciones meramente sociales, de compadrazgo y amistad que, ciertamente, también están implicadas en este acto, pero que rebasan el ámbito estrictamente espiritual. El bautismo nos recuerda, por sobre todas las cosas, que el Espíritu de Dios se sigue moviendo en el mundo.



[1] K. Barth, Bosquejo de dogmática. Santander, Sal Terrae, 2000, p. 174. Énfasis agregado.

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