16 de marzo, 2014
Porque no nos ha destinado Dios al castigo, sino a obtener
la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo que murió por nosotros a fin
de que, tanto en vida como en muerte, vivamos siempre con él. Por tanto, dense
ánimo mutuamente y ayúdense unos a otros como ya lo hacen.
I Tesalonicenses 5.9-11, La Palabra (Hispanoamérica)
En
los inicios mismos del Nuevo Testamento, cuando Pablo de Tarso inaugura las
Escrituras cristianas, aparece una serie de exhortaciones relacionadas con la
necesidad de ser constantes a la luz de la esperanza postergada por el retraso
de la segunda venida de Cristo. Así resume Néstor Míguez el horizonte
espiritual de esta carta fundadora:
Frente al horizonte cerrado del poder imperial, hegemónico
en todos los campos, la comunidad del crucificado aparece como una empresa
ridícula, integrada por marginales, despojada de todo acceso a los lugares del
“saber” y del “poder” oficial. Y sin embargo, no renuncia a la esperanza. El
primer documento escrito de esta “razón de la esperanza” de la naciente
comunidad cristiana es la más antigua de las cartas de Pablo: 1 Tesalonicenses.
Inspirada por la apocalíptica judaica y por el trasfondo de algunos cultos
populares de salvación en Macedonia, y afirmada por la promesa del Crucificado
que resucita, levanta su esperanza como espacio de vida frente a las fuerzas de
la opresión y la muerte. Prefiere renunciar a la “razón” y no a la esperanza.[1]
Y Senén Vidal comenta: “Toda la carta testifica
esa gran tensión de la esperanza mesiánica, que animaba a todo el movimiento
cristiano de los primeros tiempos”.[2] Luego de reconocer que
los creyentes de Tesalónica han sido un modelo de fe (I Tes 1.7), y de recordar
la estancia entre ellos como fructífera y estimulante en medio de la hostilidad
de la gente (2.2), les insiste en la necesidad de “corregir [personalmente] las
deficiencias de la fe de ustedes” (3.10b). En el cap. 4 se reconoce su
disposición para el amor fraternal y ante el problema de la muerte de algunos
de sus familiares cercanos, aparece una de las frases clave de este primer documento
cristiano es: “…y no como aquellos que no tienen esperanza” (4.13b) ante la
muerte de algunos de sus familiares. En ese contexto, se les exhorta a animarse
mutuamente con base en la enseñanza de la certeza de la nueva venida de Cristo por
los suyos/as. “La ‘deficiencia’ más general y básica era, al parecer, la
tentación del abandono de la fe, a causa de la grave hostilidad que estaba sufriendo
[la comunidad] por parte de sus conciudadanos”.[3]
En esta carta se utiliza también la palabra jupomoné para referirse a la constancia
y la paciencia: “…recordamos ante Dios, nuestro Padre, qué activa es la fe que
ustedes tienen, qué esforzado su amor y qué
firme la esperanza que han depositado en nuestro Señor Jesucristo” (1.3). La
segunda también lo hará un par de veces (1.4: “…nos sentimos orgullosos de
ustedes en medio de las iglesias de Dios; orgullosos de su entereza y de su fe ante el cúmulo de persecuciones y pruebas que
soportan”, y 3.5: “Que el Señor, pues, encamine sus corazones para que
amen a Dios y esperen a Cristo sin
desfallecer”). Ese lenguaje exhortativo domina el conjunto del texto y ya
en el cap. 5, al especificar las medidas espirituales que deben tomarse ante la
posposición de la venida del Señor, se llama la atención al hecho de que, la
sorpresa con la que acontecerá se verá precedida por ambiguos anuncios sobre la
“paz y la seguridad”, que recuerda “el motivo de la pax romana de la
ideología y del culto imperiales, a los cuales tenía que enfrentarse el cristianismo
de aquel tiempo”.[4] El tono apocalíptico advierte
sobre la falsedad de tal propaganda.
A la “deficiencia general”, el riesgo de
abandonar la fe, le seguía la “deficiencia concreta”, esto es, la tristeza por
el destino de las muertos de la comunidad. Se exhorta, por ello, a la
vigilancia atenta y a permanecer fieles mediante una serie de contrastes entre
pares: oscuridad-luz (5.4-5, 8a), dormir-estar despiertos (5.6) y
borrachera-sobriedad (5.7b). Detrás de todo esto se encuentra también la
consabida oposición entre lo apolíneo y lo dionisiaco, que el autor se cuida
bien de no mencionar directamente. Finalmente, la esperanza común en el premio
que ha otorgar el Señor ala fidelidad desemboca en el llamado a animarse en la
comunidad y a persistir en la práctica del apoyo: “Dense ánimo mutuamente y
ayúdense unos a otros como ya lo hacen” (5.11). Se trata de sostenerse
mutuamente y no de sabotear la fe de los demás, porque el destino de la
fidelidad de la comunidad es responsabilidad de todos. Ésa será la base de la
constancia para las personas y los grupos cristianos, una exhortación cuya
vigencia permanece hasta hoy.
[1] N. Míguez, “Para no quedar
sin esperanza. La apocalíptica
de Pablo en 1 Ts como lenguaje de esperanza”, en RIBLA, núm. 7, www.claiweb.org/ribla/ribla7/para%20no%20quedar%20sin%20esperanza.htm.
[2] S. Vidal, El
primer escrito cristiano. Texto bilingüe y comentario de 1 Tesalonicenses. Salamanca,
Sígueme, 2006 (Biblioteca de estudios bíblicos minor, 9), p. 17.
[3] Ibid., p. 27.
[4] Ibid., p. 108.
No hay comentarios:
Publicar un comentario