31 de diciembre de 2008
No pretendo saber qué cosa es el tiempo (ni siquiera si es una cosa), pero adivino que el curso del tiempo y el tiempo son un solo misterio y no dos.
J.L. BORGES
1. El misterio del tiempo en las manos de Dios
El tiempo es uno de los más grandes misterios para la humanidad: su transcurrir, la manera en que se queda presente en la memoria, su paso por las personas, los caminos de la historia… Acercarse a la Biblia y encontrarse con un Dios eterno hace que la fe se transfigure y alcance, así sea levemente, un breve contacto con lo eterno. Partir de la eternidad de Dios nos coloca ante la posibilidad de discernir lentamente la forma en que somos llevados por Él a través del devenir cronológico. Estar en sus manos dentro del tiempo es una experiencia que se decanta con el paso de los años, pues la cercanía con él nos hace tratar también con el tiempo de otra manera. Los creyentes antiguos percibían el paso del tiempo de una manera diferente, ciertamente, pero compartían con nosotros la búsqueda de seguridad para trascender en su relación con Dios. De esta menar, es posible recordar las figuras de Abraham y Moisés, como patriarcas de la fe que atisbaron el misterio de la salvación escondido en la eternidad de Dios, porque allí se encuentra nuestra esperanza.
Al avanzar en la historia, algunos de los personajes bíblicos se encontraban entre grandes parteaguas que enlazaban su cotidianidad con los planes eternos de Dios, de modo que al llegar al final de sus días podían ver con buenos ojos su transcurrir en medio de conflictos y bendiciones. El pueblo aprendió también a leer su vida y su tiempo con la certeza de que Dios los conducía, aun a pesar de las grandes tragedias y decepciones. Por ello, cuando los autores bíblicos observan el tiempo transcurrido, podían balancear las cosas buenas y las cosas malas. Hoy, cuando afrontamos la transición entre un año tan plagado de calamidades y la esperanza de seguir adelante tomados de la esperanza de fe, podemos exclamar con las Escrituras en la mano: “¡Hasta aquí nos ha ayudado y acompañado el Señor!”, y agregar: “Confiamos en que lo seguirá haciendo.
Los salmistas, cuyas intuiciones de fe colocaban los grandes momentos de la vida también en las manos de Dios, supieron traducir la forma en que la fe colectiva e individual encontró su mejor expresión. Intuyeron la grandeza y la debilidad de la vida humana, comprendieron que la majestad de Dios podía caminar todos los días en la pequeñísima existencia con todo y sus encuentros de gloria e inmundicia. Así, fueron capaces de alcanzar una visión verdaderamente teológica que colocó en su justa dimensión la dinámica existente entre Dios y la humanidad. El gran abismo temporal que hay entre ambos se saldaba precisamente con las experiencias de fe y comunión que el propio Dios quería tener con el pueblo. Las diversas teofanías o manifestaciones de Dios ante su pueblo eran como los grandes cortes que marcaron la historia. Pero no dependía de ellas la creencia en que la eternidad de Dios podía “detenerse”, por así decirlo, para tratar con los seres humanos concretos. Dios, el eterno, no vaciló nunca en abajarse y tener la paciencia de hacer tratos con los seres humanos, finitos, limitados, y atrapados por el tiempo. Porque, como decía San Agustín de Hipona: “Dios sí perdona, pero el tiempo no”.
2. La sabiduría bíblica ante el dilema del tiempo: Eclesiastés y su visión
Por todo lo anterior, cuando se hojean las páginas del Eclesiastés, el encuentro con su extrañeza y aparente desencanto para interpretar la vida y el mundo suenan hoy muy actuales. Fruto de una época realmente marcada por el desengaño, muestra claramente la intención de su autor por ir más allá de las apariencias y las modas, algo que nos cuesta mucho trabajo todavía. Su perspectiva dominante, con la que abre el libro de manera contundentemente: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, parecería que dominará en el resto del libro de una manera negativa, aunque sin tener el sabor didáctico y moralizante de otros libros. Siendo en sentido literario estricto un ensayo, es decir, el ejercicio libre del pensamiento, cada vez que lanza una aseveración, una tentación de la lectura creyente consiste en buscar su trasfondo en el resto de la historia bíblica, como asidero o defensa ante el atrevimiento, pero la sorpresa es que no hay tal: su reflexión es, en efecto, libre y hasta parece que logra, por momentos, desembarazarse incluso del pacto de Dios con Israel. Esto último porque propone una enorme libertad para interpretar la vida, la muerte y todos los aspectos de la existencia. “El penoso trabajo” (1.13) en que ve afanarse a los seres humanos y sus escasas consecuencias positivas lo hace decir que incluso la sabiduría produce amargura y dolor. Sin ninguna modestia se ve a sí mismo como alguien que ha conseguido ir más allá que cualquiera en este tipo de reflexión (1.16).
De ahí que, incluso, el gozo banal o superficial no le causó ningún placer, justamente porque estaba indagando ya en la trascendencia de la actuación humana en el mundo. Nada queda, parece decir. La acumulación no sirve de mucho (anticipándose en ello a la parábola de Jesús cuando habla de aquél que se había envanecido por las posesiones…) y, al el contrario, crea otros conflictos que las envidias y la maldad de los demás ponen en evidencia. Si la sabiduría amplia tampoco es para gozo del corazón, la riqueza material tampoco puede llenar la vida. De la mano de Dios viene el gozo por el trabajo humano, afirma (2.24). Y entonces el Predicador se topa con el tiempo, con las formas y manifestaciones del tiempo, pues es en él en donde cabe de todo: alegría, tristeza, principio y fin, construcción y destrucción. Ha llegado, pues, al tema de temas, el mismo que atormentó a Jorge Luis Borges, quien intentó, siguiendo a Platón, “refutar el tiempo”, es decir, negarlo, buscar su abolición e incluso vencerlo mediante la memoria y la plenitud existencial. “Todo tiene su tiempo” (3.1): es la visión más abarcadora que el Eclesiastés puede plantear. Se trata de una auténtica propuesta vital: cada cosa tiene su tiempo en la vida humana y cada una debe ser experimentada como venida de la mano de Dios, sin tacha, sin ánimo de rechazar incluso las peores situaciones…
Pero hay de tiempo a tiempo, pues la visión de sus límites obliga a forjarse una filosofía para vivir… y también para morir, para empezar. Los grandes verbos: nacer, morir, plantar, arrancar, muestran cómo la sabiduría bíblica se desdobla para enseñar a vivir. De ahí proceden los demás verbos: matar, curar, destruir, edificar. Estamos inmersos en procesos constantes de vida, muerte y resurrección (para decirlo ya en cristiano) y hemos de estar a la altura de ellos, mínimamente, aunque a veces ni la mayor edad nos permite alcanzar este tipo de conclusiones. Llorar, reír, lamentar, bailar: las experiencias supremas del gozo, el placer y el dolor, mismas que nos hacen ser verdaderamente humanos al probar los diversos cálices. Esparcir, juntar, abrazar, alejarse: nuevos resúmenes de las situaciones que la vida nos va presentando para asumirlas en toda su profundidad. Buscar, perder, guardar, desechar: el ansia humana por poseer, para luego aprender a dejar ir las cosas, acaso cuando se da uno cuenta de que no se llevará nada, pero mientras tanto, el afán actual, presente, por sentirse propietario de objetos, vidas, bienes, no nos abandonará hasta que llegue el momento por el que clama el Eclesiastés. Romper, coser, callar, hablar: hacer relaciones, crear lazos, para también en otros momentos deshacerse de ellos; instantes para expresar lo necesario, pero también momentos para el silencio bienhechor. Amar, odiar, guerra y paz: toda la sabiduría puesta al servicio de la observación de la vida humana, cerrando con las situaciones acaso más paradigmáticas. La naturaleza humana llevada a su máxima expresión: afecto y desamor, tranquilidad y violencia: toda la gama de sensaciones que los seres humanos somos capaces de albergar.
El Borges lector del Eclesiastés pudo entender todo esto muy bien. En su poema “Eclesiastés 1, 9”, lo resume muy bien:
Si me paso la mano por la frente,
si acaricio los lomos de los libros,
si reconozco el Libro de las Noches,
J.L. BORGES
1. El misterio del tiempo en las manos de Dios
El tiempo es uno de los más grandes misterios para la humanidad: su transcurrir, la manera en que se queda presente en la memoria, su paso por las personas, los caminos de la historia… Acercarse a la Biblia y encontrarse con un Dios eterno hace que la fe se transfigure y alcance, así sea levemente, un breve contacto con lo eterno. Partir de la eternidad de Dios nos coloca ante la posibilidad de discernir lentamente la forma en que somos llevados por Él a través del devenir cronológico. Estar en sus manos dentro del tiempo es una experiencia que se decanta con el paso de los años, pues la cercanía con él nos hace tratar también con el tiempo de otra manera. Los creyentes antiguos percibían el paso del tiempo de una manera diferente, ciertamente, pero compartían con nosotros la búsqueda de seguridad para trascender en su relación con Dios. De esta menar, es posible recordar las figuras de Abraham y Moisés, como patriarcas de la fe que atisbaron el misterio de la salvación escondido en la eternidad de Dios, porque allí se encuentra nuestra esperanza.
Al avanzar en la historia, algunos de los personajes bíblicos se encontraban entre grandes parteaguas que enlazaban su cotidianidad con los planes eternos de Dios, de modo que al llegar al final de sus días podían ver con buenos ojos su transcurrir en medio de conflictos y bendiciones. El pueblo aprendió también a leer su vida y su tiempo con la certeza de que Dios los conducía, aun a pesar de las grandes tragedias y decepciones. Por ello, cuando los autores bíblicos observan el tiempo transcurrido, podían balancear las cosas buenas y las cosas malas. Hoy, cuando afrontamos la transición entre un año tan plagado de calamidades y la esperanza de seguir adelante tomados de la esperanza de fe, podemos exclamar con las Escrituras en la mano: “¡Hasta aquí nos ha ayudado y acompañado el Señor!”, y agregar: “Confiamos en que lo seguirá haciendo.
Los salmistas, cuyas intuiciones de fe colocaban los grandes momentos de la vida también en las manos de Dios, supieron traducir la forma en que la fe colectiva e individual encontró su mejor expresión. Intuyeron la grandeza y la debilidad de la vida humana, comprendieron que la majestad de Dios podía caminar todos los días en la pequeñísima existencia con todo y sus encuentros de gloria e inmundicia. Así, fueron capaces de alcanzar una visión verdaderamente teológica que colocó en su justa dimensión la dinámica existente entre Dios y la humanidad. El gran abismo temporal que hay entre ambos se saldaba precisamente con las experiencias de fe y comunión que el propio Dios quería tener con el pueblo. Las diversas teofanías o manifestaciones de Dios ante su pueblo eran como los grandes cortes que marcaron la historia. Pero no dependía de ellas la creencia en que la eternidad de Dios podía “detenerse”, por así decirlo, para tratar con los seres humanos concretos. Dios, el eterno, no vaciló nunca en abajarse y tener la paciencia de hacer tratos con los seres humanos, finitos, limitados, y atrapados por el tiempo. Porque, como decía San Agustín de Hipona: “Dios sí perdona, pero el tiempo no”.
2. La sabiduría bíblica ante el dilema del tiempo: Eclesiastés y su visión
Por todo lo anterior, cuando se hojean las páginas del Eclesiastés, el encuentro con su extrañeza y aparente desencanto para interpretar la vida y el mundo suenan hoy muy actuales. Fruto de una época realmente marcada por el desengaño, muestra claramente la intención de su autor por ir más allá de las apariencias y las modas, algo que nos cuesta mucho trabajo todavía. Su perspectiva dominante, con la que abre el libro de manera contundentemente: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, parecería que dominará en el resto del libro de una manera negativa, aunque sin tener el sabor didáctico y moralizante de otros libros. Siendo en sentido literario estricto un ensayo, es decir, el ejercicio libre del pensamiento, cada vez que lanza una aseveración, una tentación de la lectura creyente consiste en buscar su trasfondo en el resto de la historia bíblica, como asidero o defensa ante el atrevimiento, pero la sorpresa es que no hay tal: su reflexión es, en efecto, libre y hasta parece que logra, por momentos, desembarazarse incluso del pacto de Dios con Israel. Esto último porque propone una enorme libertad para interpretar la vida, la muerte y todos los aspectos de la existencia. “El penoso trabajo” (1.13) en que ve afanarse a los seres humanos y sus escasas consecuencias positivas lo hace decir que incluso la sabiduría produce amargura y dolor. Sin ninguna modestia se ve a sí mismo como alguien que ha conseguido ir más allá que cualquiera en este tipo de reflexión (1.16).
De ahí que, incluso, el gozo banal o superficial no le causó ningún placer, justamente porque estaba indagando ya en la trascendencia de la actuación humana en el mundo. Nada queda, parece decir. La acumulación no sirve de mucho (anticipándose en ello a la parábola de Jesús cuando habla de aquél que se había envanecido por las posesiones…) y, al el contrario, crea otros conflictos que las envidias y la maldad de los demás ponen en evidencia. Si la sabiduría amplia tampoco es para gozo del corazón, la riqueza material tampoco puede llenar la vida. De la mano de Dios viene el gozo por el trabajo humano, afirma (2.24). Y entonces el Predicador se topa con el tiempo, con las formas y manifestaciones del tiempo, pues es en él en donde cabe de todo: alegría, tristeza, principio y fin, construcción y destrucción. Ha llegado, pues, al tema de temas, el mismo que atormentó a Jorge Luis Borges, quien intentó, siguiendo a Platón, “refutar el tiempo”, es decir, negarlo, buscar su abolición e incluso vencerlo mediante la memoria y la plenitud existencial. “Todo tiene su tiempo” (3.1): es la visión más abarcadora que el Eclesiastés puede plantear. Se trata de una auténtica propuesta vital: cada cosa tiene su tiempo en la vida humana y cada una debe ser experimentada como venida de la mano de Dios, sin tacha, sin ánimo de rechazar incluso las peores situaciones…
Pero hay de tiempo a tiempo, pues la visión de sus límites obliga a forjarse una filosofía para vivir… y también para morir, para empezar. Los grandes verbos: nacer, morir, plantar, arrancar, muestran cómo la sabiduría bíblica se desdobla para enseñar a vivir. De ahí proceden los demás verbos: matar, curar, destruir, edificar. Estamos inmersos en procesos constantes de vida, muerte y resurrección (para decirlo ya en cristiano) y hemos de estar a la altura de ellos, mínimamente, aunque a veces ni la mayor edad nos permite alcanzar este tipo de conclusiones. Llorar, reír, lamentar, bailar: las experiencias supremas del gozo, el placer y el dolor, mismas que nos hacen ser verdaderamente humanos al probar los diversos cálices. Esparcir, juntar, abrazar, alejarse: nuevos resúmenes de las situaciones que la vida nos va presentando para asumirlas en toda su profundidad. Buscar, perder, guardar, desechar: el ansia humana por poseer, para luego aprender a dejar ir las cosas, acaso cuando se da uno cuenta de que no se llevará nada, pero mientras tanto, el afán actual, presente, por sentirse propietario de objetos, vidas, bienes, no nos abandonará hasta que llegue el momento por el que clama el Eclesiastés. Romper, coser, callar, hablar: hacer relaciones, crear lazos, para también en otros momentos deshacerse de ellos; instantes para expresar lo necesario, pero también momentos para el silencio bienhechor. Amar, odiar, guerra y paz: toda la sabiduría puesta al servicio de la observación de la vida humana, cerrando con las situaciones acaso más paradigmáticas. La naturaleza humana llevada a su máxima expresión: afecto y desamor, tranquilidad y violencia: toda la gama de sensaciones que los seres humanos somos capaces de albergar.
El Borges lector del Eclesiastés pudo entender todo esto muy bien. En su poema “Eclesiastés 1, 9”, lo resume muy bien:
Si me paso la mano por la frente,
si acaricio los lomos de los libros,
si reconozco el Libro de las Noches,
si hago girar la terca cerradura,
si me demoro en el umbral incierto
si el dolor increíble me anonada
si recuerdo la Máquina del Tiempo,
si recuerdo el tapiz del unicornio
si cambio de postura mientras duermo
si la memoria me devuelve un verso,
repito lo cumplido innumerables veces
en mi camino señalado. No puedo ejecutar
un acto nuevo tejo y torno a tejer la misma fábula,
repito un repetido endecasílabo
digo lo que los otros me dijeron
siento las mismas cosas en la misma hora
del día o de la abstracta noche.
Cada noche la misma pesadilla,
cada noche el rigor del laberinto.
Soy la fatiga de un espejo inmóvil
o el polvo de un museo.
Sólo una cosa no gustada espero,
una dádiva, un oro de la sombra,
esa virgen, la muerte. (El castellano
permite esta metáfora.) (La cifra, 1981)