lunes, 29 de diciembre de 2008

El tiempo, el Eclesiastés y J.L. Borges, Gonzalo Salvador Vélez

31 de diciembre de 2008

En “el rigor del laberinto” del que hablaba en “Eclesiastés, I, 9” encierra Borges el misterio de la propia identidad; el problema de la ininteligibilidad esencial de las leyes que rigen el universo —espacio, tiempo, criaturas— o, lo que vendría a ser lo mismo, la incapacidad de la mente humana para comprenderlo; la indefinida repetición de los mismos actos y de los mismos acontecimientos en que consisten la vida de cada hombre y la historia de la humanidad respectivamente; la vaga intuición nunca afirmada de un Hacedor o Tejedor o Azar o Dios que trama eternamente ese universo; así como la incertidumbre respecto a la existencia o inexistencia de una clave, de un centro, y respecto a lo que pudiera haber en ese hipotético centro, tras esa puerta que acaso abriera alguna llave.
El poeta, perplejo ante el jeroglífico universal, es también un enigma para sí mismo. Para expresar esta convicción, a la que va asociada la intuición de un penoso destino, utiliza la figura de Edipo. […]
Más allá de la revelación de su ignorancia, la ininteligibilidad del laberinto creado por Dios pone de manifiesto al hombre, en fin, su propia y absoluta vanidad, su nada: “Dios ha creado las noches que se arman / de sueños y las formas del espejo / para que el hombre sienta que es reflejo / y vanidad. Por eso nos alarman”. […]
Salta a la vista el juego de ecos que existe entre el discurso del viejo Qohélet y la poesía de Borges. El Eclesiastés es como el testamento o la memoria de un hombre que ha pasado toda su vida indagando “todo lo que sucede bajo el sol”, “la labor que se hace sobre la tierra”; su aventura ha sido, con todas las salvedades que sean precisas y a veintidós siglos de distancia, la misma aventura de Borges; e igualmente, sus conclusiones vienen a profetizar las del poeta argentino: el mundo es irremediablemente deforme, obtuso, inasible; la sabiduría humana es incapaz de desentrañar el sentido del acontecer universal, de salvar racionalmente las contradicciones en que incurre a cada paso la historia de los hombres —recordemos el problema del sufrimiento del justo y la fortuna del impío—; Dios, que tramó y trama eternamente el destino del cosmos, es del todo incognoscible, e igual de misterioso es su plan universal.
Además de misterioso, ese plan es inalterable. Así las cosas, “¿qué ventaja saca el hombre de todo lo que trabaja bajo el sol?”: “lo torcido no se puede enderezar y la nada no se puede enumerar”, “¿quién puede enderezar lo que Él ha torcido?”. Esta inalterabilidad del férreo plan diseñado por Dios, para la entera Creación en general y para cada criatura en particular —y no debemos olvidar que Qohélet no duda en ningún momento de la justicia de ese plan—, la expresa también el autor del Eclesiastés sugiriendo que todos los tiempos se reúnen en la mente omnisciente de Dios, que contempla un presente eterno: “Lo que fue ya es; y lo que haya de ser ya fue; nada escapa a Dios”. O también insistiendo en la idea de que cada uno de los acontecimientos de la historia tiene ya su momento prefijado, pues su hora fue establecida por Dios en el alba de la creación: “Todo tiene su momento/ y hay un tiempo para cada cosa bajo el cielo: tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado, tiempo de matar y tiempo de curar, tiempo de derruir y tiempo de construir, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de llevar luto y tiempo de bailar, tiempo de tirar piedras y tiempo de recoger piedras, tiempo de abrazar y tiempo de dejarse de abrazos, tiempo de buscar y tiempo de perderse, tiempo de guardar y tiempo de desechar, tiempo de rasgar y tiempo de coser, tiempo de callar y tiempo de hablar, tiempo de amar y tiempo de odiar, tiempo de guerra y tiempo de paz...”. Por lo tanto, vuelve a preguntarse: ... ¿Qué ventaja saca el que hace su trabajo?”.
Pero Qohélet, junto a las conclusiones apuntadas en el apartado anterior, insiste en otra realidad fundamental: la de que la muerte cancelará, a su debido tiempo, la contradictoria historia de cada hombre y la de todo el universo. La muerte forma parte del siempre justo plan divino; supondrá la disolución universal, disolución que igualará, anonadándolo, todo. Así se entiende mejor el “vanidad de vanidades, todo es vanidad”102 con que el autor incoa el libro: a la luz de la muerte, todo —riqueza y pobreza, sabiduría y necedad— es vanidad.
En realidad, ésta es la verdadera sabiduría: la del que amanece y se acuesta, día tras día y noche tras noche, con la certeza inamovible de que ha de morir, y vive según esa premisa. Es una certeza —y una sabiduría— estrechamente ligada al temor de Dios, que es el dueño de todas y cada una de las existencias. De diversas maneras, y con incansable insistencia, manifiesta Qohélet su íntimo convencimiento de la caducidad de todo ser y de todo afán: “‘El sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza y el necio camina a oscuras’, pero sé que ambos correrán la misma suerte.
Me dije para mis adentros: ‘Si me aguarda lo mismo que al necio, entonces ¿para qué he adquirido más sabiduría?’. Hablando para mis adentros advertí que también esto es vanidad. No se guarda memoria perpetua del sabio ni del necio, pues tanto el sabio como el necio morirán, y en el futuro ambos caerán en el olvido”. […]

1 comentario:

Gonzalo Salvador dijo...

Hola,

Soy el autor de este texto, y les agradeceré que lo retiren. Considero que no es el lugar más adecuado para su publicación.
Muchas gracias.

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