Málaga Hoy, 26 de diciembre de 2008
Nuestra sociedad no se opone a la Navidad sino que la integra. Al capitalismo le interesa sacar provecho de lo humano y de lo divino, de todo. Para este sistema, hoy en crisis profunda, Dios no es otra cosa que una fuente de ingresos. Todo es cuestión de mantener las palabras, pero vaciándolas de sentido. Se escucha el mensaje pero se cierra el oído a sus exigencias. De la mano de uno de los mejores pensadores del siglo XX, el teólogo alemán Karl Rahner, quisiera ofrecer unas pinceladas sobre la Navidad.
Ante un mundo que pasa de Dios, los creyentes tenemos que destacarnos por nuestra pasión por Dios. Así lo decía Rahner a sus alumnos que se apretujaban en sus clases de teología. Algunas veces eran tantos que tenían que sentarse en el suelo del aula. El jesuita alemán hablaba de Dios con tanta fuerza, con tanto fuego, que más de un día sus oyentes al terminar la clase se dirigían a la capilla de la universidad para hacer un rato de oración. Para él, Dios es amor que desciende, el Dios que se abaja, el Dios que nace al sur de todos los nortes y en la periferia de todos los centros. El Dios cristiano tiene que ver muy poco con el Dios de las filosofías y de las religiones. Es un Dios nuevo y desconcertante que rompe todas las imágenes que de él podemos hacernos los humanos. Su grandeza está en su escandalosa pequeñez, en su humildad más inaudita.
Rahner definía la situación de la fe en nuestro mundo con su célebre metáfora del invierno eclesial. La sociedad europea ya no comunica la fe. La persona ya no puede ser cristiana por motivos culturales o ambientales. Es más, la sociedad moderna pone en cuestión la validez misma de la fe cristiana. “Es probable que Dios no exista, no te comas el coco”, es la frase que llevan pintada bastantes autobuses urbanos de Londres este año. El ser cristiano hoy nos exige una decisión personal que debe suscitar en nosotros un cambio de corazón y un compromiso nuevo a largo plazo. Rahner afirmaba que muchas veces nuestras imágenes religiosas responden a una idea de Dios básicamente atrasada. ¿Podemos decir que la palabra de Dios ilumina nuestras vidas? Desgraciadamente —decía Rahner— lo más frecuente suele ser que las palabras del predicador caigan del púlpito sin ninguna eficacia, como pájaros congelados que caen muertos en un cielo invernal. Por eso la lucha del ateísmo es, ante todo, y necesariamente, una lucha contra nuestras inadecuadas imágenes de Dios.
En la Navidad hacemos memoria, traemos al corazón el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús, el mensajero de Dios en la fragilidad de la condición humana. Él se abaja, se coloca en el último lugar. Y desde su pequeñez, desde su hacerse esclavo de todos, sigue siendo salvación y esperanza para la humanidad de todos los tiempos. Pero no resulta fácil comprender esta gran verdad. Tampoco lo fue en el momento del nacimiento de Jesús. Los habitantes de Belén o de Nazaret estaban muy atareados por sus cosas, por las repercusiones de la política de Roma, por sus propias certezas, y no se enteraron de la buena noticia del nacimiento del Salvador que aconteció en la periferia y en el anonimato.
Hoy la gran preocupación es la crisis económica y financiera, la caída del capitalismo salvaje. Está en los medios de comunicación, en la mente de todos, porque es una crisis que afecta a los países ricos, a los grandes imperios económicos. Esta crisis llegó hace mucho tiempo a los países empobrecidos. Pero esta crisis, la pobreza de medio mundo, ya no es noticia y con frecuencia cae en el olvido. Las grandes catástrofes naturales, las guerras violentas en muchos países, la carestía de medios de vida, reflejan el sufrimiento y la indefensión de los pobres. Desde hace mucho tiempo las enseñanzas sociales de la Iglesia nos están demandando un nuevo orden económico mundial, inspirado no en la competitividad, la rentabilidad y el mercado, sino de forma prioritaria en el amor, la justicia y la defensa de los pobres. Ojalá que la crisis del capitalismo salvaje sea una nueva oportunidad para corregir tanta codicia.
La Navidad nos predispone a la solidaridad, a una mirada más atenta, a tener presente a tantos hombres y mujeres sin nombre, sometidos a muchas penalidades y esclavitudes. No es suficiente una mirada espontánea o un sentimiento de compasión desde el bienestar y la lejanía. Dios no sigue de lejos el curso de la historia, la suerte de la humanidad, el duro caminar de los empobrecidos. En Jesús él sigue acercándose, bajando a las entrañas de la tierra, para compartir la vida de los últimos y caminar con ellos en un horizonte de esperanza, de liberación y de salvación. ¿Seremos capaces de escuchar sus llamadas de socorro en estas Navidades y en este Año Nuevo?
Ante un mundo que pasa de Dios, los creyentes tenemos que destacarnos por nuestra pasión por Dios. Así lo decía Rahner a sus alumnos que se apretujaban en sus clases de teología. Algunas veces eran tantos que tenían que sentarse en el suelo del aula. El jesuita alemán hablaba de Dios con tanta fuerza, con tanto fuego, que más de un día sus oyentes al terminar la clase se dirigían a la capilla de la universidad para hacer un rato de oración. Para él, Dios es amor que desciende, el Dios que se abaja, el Dios que nace al sur de todos los nortes y en la periferia de todos los centros. El Dios cristiano tiene que ver muy poco con el Dios de las filosofías y de las religiones. Es un Dios nuevo y desconcertante que rompe todas las imágenes que de él podemos hacernos los humanos. Su grandeza está en su escandalosa pequeñez, en su humildad más inaudita.
Rahner definía la situación de la fe en nuestro mundo con su célebre metáfora del invierno eclesial. La sociedad europea ya no comunica la fe. La persona ya no puede ser cristiana por motivos culturales o ambientales. Es más, la sociedad moderna pone en cuestión la validez misma de la fe cristiana. “Es probable que Dios no exista, no te comas el coco”, es la frase que llevan pintada bastantes autobuses urbanos de Londres este año. El ser cristiano hoy nos exige una decisión personal que debe suscitar en nosotros un cambio de corazón y un compromiso nuevo a largo plazo. Rahner afirmaba que muchas veces nuestras imágenes religiosas responden a una idea de Dios básicamente atrasada. ¿Podemos decir que la palabra de Dios ilumina nuestras vidas? Desgraciadamente —decía Rahner— lo más frecuente suele ser que las palabras del predicador caigan del púlpito sin ninguna eficacia, como pájaros congelados que caen muertos en un cielo invernal. Por eso la lucha del ateísmo es, ante todo, y necesariamente, una lucha contra nuestras inadecuadas imágenes de Dios.
En la Navidad hacemos memoria, traemos al corazón el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús, el mensajero de Dios en la fragilidad de la condición humana. Él se abaja, se coloca en el último lugar. Y desde su pequeñez, desde su hacerse esclavo de todos, sigue siendo salvación y esperanza para la humanidad de todos los tiempos. Pero no resulta fácil comprender esta gran verdad. Tampoco lo fue en el momento del nacimiento de Jesús. Los habitantes de Belén o de Nazaret estaban muy atareados por sus cosas, por las repercusiones de la política de Roma, por sus propias certezas, y no se enteraron de la buena noticia del nacimiento del Salvador que aconteció en la periferia y en el anonimato.
Hoy la gran preocupación es la crisis económica y financiera, la caída del capitalismo salvaje. Está en los medios de comunicación, en la mente de todos, porque es una crisis que afecta a los países ricos, a los grandes imperios económicos. Esta crisis llegó hace mucho tiempo a los países empobrecidos. Pero esta crisis, la pobreza de medio mundo, ya no es noticia y con frecuencia cae en el olvido. Las grandes catástrofes naturales, las guerras violentas en muchos países, la carestía de medios de vida, reflejan el sufrimiento y la indefensión de los pobres. Desde hace mucho tiempo las enseñanzas sociales de la Iglesia nos están demandando un nuevo orden económico mundial, inspirado no en la competitividad, la rentabilidad y el mercado, sino de forma prioritaria en el amor, la justicia y la defensa de los pobres. Ojalá que la crisis del capitalismo salvaje sea una nueva oportunidad para corregir tanta codicia.
La Navidad nos predispone a la solidaridad, a una mirada más atenta, a tener presente a tantos hombres y mujeres sin nombre, sometidos a muchas penalidades y esclavitudes. No es suficiente una mirada espontánea o un sentimiento de compasión desde el bienestar y la lejanía. Dios no sigue de lejos el curso de la historia, la suerte de la humanidad, el duro caminar de los empobrecidos. En Jesús él sigue acercándose, bajando a las entrañas de la tierra, para compartir la vida de los últimos y caminar con ellos en un horizonte de esperanza, de liberación y de salvación. ¿Seremos capaces de escuchar sus llamadas de socorro en estas Navidades y en este Año Nuevo?
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