lunes, 29 de diciembre de 2008

Estar con Dios (Isaías 9.1-6), Madre Joanna Burton

7 de diciembre de 2008

Isaías escribe en un momento en el que el pueblo está tentado de hacer alianzas con otras naciones contra un opresor temible y aterrador: primeramente con sus vecinos Israel y Siria, que presionan y amenazan a Judá, tratando de obtener su cooperación en una alianza contra Asiria, y después con la propia Asiria, empeñada en la conquista. Isaías describe a Judá como un “árbol del monte que se estremece a causa del viento” y juzga esas tentaciones como un pecado contra Dios y contra la relación especial de alianza de Judá con Dios. Judá está depositando la confianza en la fuerza humana, en la actividad humana, la fuerza de “los caballos y los carros” (2:7), en lugar de depositarla en Dios. Esa actitud es, en ultima instancia, idolatría (2:8), un acto de ensoberbecimiento humano (3:16ss) y una obra contra Dios, porque se olvida y se hace caso omiso de la presencia perdurable de Dios y de la fuerza que se desprende de esa presencia (3:8) – se olvida de la misericordiosa realidad de la promesa de Dios de guardar el pacto de amor.


Isaías pone en evidencia la otra cara de esa apostasía: Judá no vive según los mandamientos de Dios, la valiosa herencia de la ley del pacto, que muestra a la nación cómo comportarse como el “propio pueblo de Dios” que es: en lugar de justicia, existe derramamiento de sangre (1:15), opresión de los pobres y de los desamparados (3:14), un alarde de orgullo y de soberbia (2:11ss), un uso abusivo de la autoridad por los gobernantes (3:15). A lo que es malo se le dice bueno y a lo bueno malo (5:20): tanto la palabra como las “obras son contra el Señor” (3:8). Judá es como los viñedos plantados por Yahvé, que va a la viña esperando encontrar uvas buenas, pero “sólo había dado uvas silvestres” (5:2).
Isaías advierte que vendría una catástrofe sobre Judá a causa de su pecado. El “viñedo” quedaría
desierto, y sólo crecerían el cardo y los espinos; la nación sería derrocada, destruida y obligada a un amargo exilio. Dios utilizaría el poder temerario de Asiria para lograrlo. Entablaría un juicio contra Judá y su pecado. Sin embargo, ese juicio no habría de terminar en una catástrofe. Gracias a su penosa experiencia, Judá quedaría libre de pecado y purificada y sería llevada a ser lo que realmente es – posesión e instrumento especiales de Dios para la salvación universal. Los que quedaran sobrevivirían al “pesimismo” de la purificación y regresarían a Judá, ya no habría guerras: la autoridad no estaría ya en manos no ya de los corruptos y de los ávidos de poder, sino en las de Aquél que Dios nos da, un niño. La paz reinaría con justicia para siempre. Los planes de Dios tienen como objetivo nuestra verdadera paz y felicidad.
La tentación de confiar demasiado en los medios humanos es una constante de nuestra vida. ¿Quién de nosotros no ha planificado y organizado la propia seguridad, diciendo, al mismo tiempo, que es necesario confiar en Dios? El ritmo frenético de la vida contemporánea, con su incesante actividad y el deseo cada vez mayor de tener más: más cosas, más reconocimiento, más aceptación, mejor posición social, más éxito, suele ser un modelo de la clase de opciones de vida que Isaías condena calificándolas de “tinieblas”. Somos nosotros quienes organizamos todo, aunque paradójicamente lleguemos a ser esclavos de las cosas y de las personas que están fuera de nosotros mismos. Por supuesto, tenemos que actuar, planificar, organizar y relacionarnos, pero en una forma que permita a Dios seguir siendo Dios y estar en el centro de nuestras vidas. La gente suele tener la impresión de que está esclavizada, presa de un ritmo que no ha elegido, y sin saber cómo cambiar. Ese cambio puede requerir opciones costosas, que no pueden entender ni apreciar aquéllos que tienen como único objetivo el éxito material, ni tampoco, a veces, nuestras comunidades eclesiales, que no son inmunes a las influencias y a ser dominadas por las actitudes y propuestas del mundo secular al igual que Judá se sintió atraído por las costumbres idólatras de sus vecinos y las adoptó (2:6). Nuestras situaciones varían y son diferentes unas de otras: para cada una el camino a seguir será específico y concreto, pero ninguno de nosotros puede permitirse dejar de dedicar cierto tiempo diariamente a estar a solas con Dios en oración. Incluso en este caso, lo importante no es “hacer”, “decir oraciones” o “meditar sobre las escrituras”, por bueno que esto sea, sino simplemente estar con Dios, en presencia de Dios. Sin este encuentro deliberado diario, ese volver al Centro, ese reconocimiento amoroso de dependencia, rápidamente pasamos a idolatrar nuestras acciones y actitudes, a menudo sin darnos cuenta de ello. En términos de paz y de justicia, la paz sólo puede ser verdaderamente nuestra, tanto personal como universalmente, cuando se da a Dios su verdadero lugar, el lugar de Dios, cuando Dios es el que primero recibe nuestra justicia.

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