Los profetas del Antiguo Testamento y los autores apocalípticos del Nuevo Testamento tienen mucho que decirnos en relación con la dinámica de una espiritualidad que permita afrontar las exigencias de un tiempo crítico como el que siempre se vive. A la luz del movimiento del Espíritu atento a responder al clamor de la humanidad sufriente, unos y otros experimentaron y promovieron una forma de ver cara a cara a su Dios y los vaivenes de un mundo que a veces no entendían lo suficiente, pero ante el cual llevaron a cabo una práctica congruente con su fe. Ezequiel, por ejemplo, fue llevado por el Espíritu (es decir, obligado) a acompañar a los exiliados en Babilonia. Allí, su primera acción es totalmente pasiva y necesaria: guardar silencio, escuchar y percibir el ambiente, la situación real. Y es que, a veces, los hombres y mujeres de fe hablamos demasiado. La actitud de silencio y escucha tiene una vertiente mística (hacia Dios) y otra de humildad (ante la realidad). Ver y oír en silencio es el primer paso para la comprensión y la simpatía. Antes de tomar una postura u optar por el servicio y la misión es necesario callar y prestar atención. La llamada “honestidad con lo real” puede y debe comenzar con la concentración ante los hechos. Ezequiel tuvo que aprender a convivir con los exiliados, pues aunque la historia enseña que su situación no fue tan extrema para ellos, el cambio de lugar y contexto hacía que el trato entre ellos y hacia Dios fuera completamente distinto. Habían perdido su nación y, sobre todo, la libertad de movimiento. Se trataba de una verdadera hecatombe social, política y espiritual. Había que comenzar de nuevo, desde cero, desde nuevas coordenadas en todos los sentidos. Dios había impuesto una atmósfera de castigo y culpabilidad a partir de la cual había que vivir, luchar y levantarse. Se necesitaba una espiritualidad nueva desde el exilio.
Ezequiel, mezcla de sacerdote y profeta, estaba ligado a la tradición por lo primero, pero por lo segundo sabía muy bien que la frescura de la Palabra divina exigía un cambio radical en las percepciones de lo sagrado y lo relevante para la vida. La espiritualidad para ese momento sería el marco de referencia para empujar a la comunidad hacia un nuevo futuro, libre ya de monarquías, templos e intereses desviados de la genuina voluntad de Dios, es decir, de la fraternidad verdadera que produjera igualdad entre los integrantes del pueblo, libres ya de la tutela de una casa real que manipulaba la religiosidad popular.
Los apocalípticos, por su parte, veían la gloria de Dios, aspiraban a ella en medio de la desolación de la persecución y del martirio. Lo primero que percibían era que Dios ya había llevado a cabo su plan de oposición radical a quienes sometían al mundo con su voluntad férrea de confrontación con su voluntad. Literalmente, veían ese triunfo no como una posibilidad sino como algo ya realizado, cumplido. Ése era el fundamento de su espiritualidad, una espiritualidad de resistencia ante la certeza de quién verdaderamente gobierna el mundo. No era Roma, ni el César, sino el Cordero de Dios que había sido inmolado para la salvación de la humanidad. La alabanza de la creación entera se fundamenta en esa comprensión. El gran banquete al que son convidados los redimidos es un símbolo mayor de la cercanía con ese Dios que ha apostado por ellos/as. La realeza y el poder del Hijo de Dios son celebrados a partir de una conciencia probada de que es él el gobernante pleno de este mundo. El lenguaje gráfico y simbólico intenta describir con imágenes vívidas la esperanza en la intervención directa de Dios, quien sigue muy de cerca los acontecimientos y ha tomado partido por los seguidores de Jesús y promotores incondicionales del Reino de Dios. La lección espiritual es muy clara y exigente: asumir el gobierno de Dios como una premisa que desemboque en todas las áreas de la vida para transformar el mundo según su voluntad.
Escuchemos esta oración de Calvino:
Concede, Dios Todopoderoso, a quien le ha placido adoptarnos como tu pueblo, y dejar de ser tus enemigos, profanos y réprobos, para ser hijos de Abraham, que podamos obtener de ti una santa herencia. Concédenos que a través de toda nuestra vida podamos arrepentirnos de tal forma que alcancemos tu favor, el cual diariamente vemos delante nuestro en el Evangelio, y del cual nos has dado una segura muestra en la muerte de tu Hijo Unigénito, de modo que podamos llegar a ser más y más humildes delante de Ti, y trabajar para adaptar nuestra vida según las reglas de tu justicia y detestarnos a nosotros mismos para que podamos, al mismo tiempo, ser atraídos por la dulzura de tu benevolencia al llamarnos y que podamos estar unidos a Ti con el fin de ser más y más confirmados en la fe, hasta que al fin alcancemos el bendito descanso que ha sido propiciado para nosotros por la sangre de Cristo, tu Hijo Unigénito. Amén.[1]
La conciencia de los reformadores, como se aprecia en esta oración, estaba dominada también por la certeza en que la voluntad de Dios debía realizarse en el mundo contra viento y marea, es decir, en medio de los conflictos ocasionados por la lucha entre los diversos intereses humanos. Como humanista que fue, Calvino no dejaba de reconocer la centralidad de lo humano para Dios, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que la integralidad de la vida humana y de la sociedad debía traducirse en una espiritualidad eminentemente inclusiva en todos los sentidos. En primer lugar, en lucha permanentemente para superar los dualismos impuestos por los hábitos mentales del ambiente: la superioridad del alma sobre el cuerpo (de origen platónico), la separación esquizofrénica entre la Iglesia y los asuntos políticos (fruto de la mentalidad liberal) o la creencia en que la otra vida es el espacio definitivo de la bendición plena de Dios (en demérito de la importancia de esta vida como espacio de gracia). En segundo lugar, porque el potencial de la fe debe ser llevado hasta sus últimas consecuencias, esto es, debe desdoblarse creativamente para convertirse en una fuerza de motivación, alegría y entusiasmo para transformar las condiciones de la existencia humana. Una humanidad liberada de la tutela papal y de la tiranía institucional de cualquier iglesia o institución alienante puede llevar hasta el final el dominio de Dios sobre todas las áreas del quehacer humano. Esta es la premisa principal de la espiritualidad reformada.
Por ello, todas las prácticas espirituales y litúrgicas pueden y deben reflejar las posibilidades de una espiritualidad como instrumento de cambio y consolidación de la voluntad divina en el mundo, comenzando con la oración. La primera pastora presbiteriana de América Latina, la cubana Ofelia Ortega (ordenada en 1967) habla de las características, elementos y calidades de esta espiritualidad:
Acerca de los 5 elementos de la espiritualidad reformada, la Dra. Ofelia menciona:
a) El humanismo y la espiritualidad. Ofelia destaca aquí el estudio del ser humano y el estudio de su práctica espiritual en Calvino; b) La concepción espiritual de la Eucaristía. No solo tomar el pan y el vino, sino saber que Jesus nos llama a compartir también nuestro pan; c) La oración, porque todo el bien que necesitamos y carecemos lo encontramos en Jesucristo; d) La unión mística con Cristo que significa estar tan unidos con Cristo que lleguemos a compartir todas sus bendiciones y e) La santificación (conversión), que sigue al anuncio de la justificación por la fe.
Refiriéndose a las calidades, la Dra. Ofelia termina mencionando que el ser bendecidos por la gracia de Dios debe calificar nuestras relaciones, eso significa practicar la justicia en lo cotidiano; vivir de manera que el tener no sea un deseo de poseer indefinidamente y practicar el ayuno como símbolo de nuestra frugalidad.[2]
En ese espíritu, Rubem Alves ha retomado una oración de Walter Rauschenbusch:
Oración por este mundo
Oh Dios, te damos gracias por este universo, nuestro lugar; por su vastedad y riqueza, por la exuberancia de la vida que lo llena y de la cual somos parte. Te alabamos por la bóveda celeste y por los vientos, llenos de bendiciones, por las nubes que navegan y las constelaciones, allá en lo alto. Te alabamos por los océanos, por las corrientes frescas, por las montañas que no se acaban, por los árboles, por la hierba debajo de nuestros pies. Te llevamos en nuestros sentidos: poder ver el esplendor de la mañana, escuchar las canciones de los enamorados, sentir el hálito bueno de las flores primaverales. Dios, te pedimos, un corazón abierto a toda esta alegría y a toda esta belleza, y libra nuestras almas de la ceguera que viene de la preocupación por las cosas de esta vida y de las sombras de las pasiones, a punto de pasar sin ver y sin escuchar hasta incluso cuando la zarza, al lado del camino, se incendia con la gloria de Dios. Acrecienta en nosotros el sentido de comunión con todas las cosas vivas, nuestras hermanas, que están junto a nosotros en esta tierra. Recuérdanos, con vergüenza, de que en el pasado nos aprovechamos del dominio e hicimos de él uso con crueldad sin límite, tanto así que la voz de la tierra, que debería haber subido hacia ti como una canción, se volvió un gemido de dolor. Que aprendamos que las cosas vivas no viven sólo para nosotros; que ellas viven para sí mismas y para ti, que aman la dulzura de la vida tanto como nosotros, y te sirven, en su lugar, mejor que nosotros en el nuestro. Cuando llegue nuestro fin, y no podamos ya hacer más uso de este mundo, y tengamos que dejar lugar a otros, que no dejemos cosa alguna destruida por nuestra ambición o deformada por nuestra ignorancia. Permite, mejor, que dejemos nuestra herencia común más hermosa y más dulce, sin que haya sido secada nada de su fertilidad y alegría, y así nuestros cuerpos puedan retornar en paz al vientre de la gran madre que los nutrió y nuestros espíritus puedan gozar de vida perfecta en ti.
(Oraciones por un mundo mejor. São Paulo, Paulus, 1997. Audiolibro: Nossa Cultura).
Notas
[1] Charles E. Edwards, ed., Devotions and Prayers of John Calvin. Grand Rapids, Baker Book House, 1957, p. 109.
[2] “Espiritualidad reformada”, en “Iglesia presbiteriana celebra 150 años”,
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