domingo, 28 de diciembre de 2008

Riquezas de la espiritualidad reformada para el mundo de hoy, L. Cervantes-Ortiz

26 de octubre, 2008

1. Celebrar las reformas de la Iglesia cristiana…
La celebración de lo acontecido en la Reforma Protestante es un asunto de fe y espiritualidad, relevante para todo el cristianismo, porque se colocó en el centro del debate la necesidad de actualizar la fe para estar a la altura de los tiempos. Antes de esa fecha y después, nunca faltaron los impulsos que insistían en subrayar que la Iglesia no podía quedarse siempre como estaba, es decir, acostumbrarse a los usos y costumbres de la época para obtener beneficios y privilegios ajenos a su misión fundamental: dar testimonio de la obra de gracia de Dios en Cristo Jesús. De ahí que los y las reformadores de todas las épocas, en el espíritu profético de Jeremías, atendieron el llamado del Señor para enfrentar los lineamientos establecidos por los gobiernos y los liderazgos religiosos y tratar de refrescar la mirada sobre lo que verdaderamente era la voluntad de Dios para su tiempo. Así como Jeremías lo entendió en momentos tan difíciles para su patria, los hombres y mujeres insatisfechos con la situación de sus comunidades e iglesias, lanzaron proclamaciones, proyectos y programas que buscaban sentar las bases de un nuevo inicio en sus relaciones con Dios y con el mundo. Los llamados pre-reformadores intuyeron, en medio de las imposiciones papales y de los nobles en el poder, que el modelo predominante de Iglesia y de espiritualidad requería adecuaciones para que en las circunstancias cambiantes pudiera aplicarse lo más posible según las enseñanzas del Nuevo Testamento. De ahí que muchas veces se apartaron de los espacios culturales más influyentes para buscar, en una práctica comunitaria, el rescate de los valores espirituales originales de la fe cristiana. No siempre lo consiguieron, pero su esfuerzo adquirió un impulso extraordinario que inspiró las luchas que vendrían más tarde.

La voz de Jeremías se alzó para denunciar, desde el templo mismo, la forma en que los caminos del país se habían apartado de los designios de Yahvé. La espiritualidad centrada en un espacio físico consagrado al culto y al sacrificio hacía que se presentara un doble juego entre el poder, el sacerdocio y el pueblo. A la construcción de un santuario que centralizó la devoción popular, le siguió la instalación de un clero que, en vez de servir como intermediario ante Dios, funcionó como un gremio burocrático que le debía mayor lealtad al poder monárquico. Como consecuencia, existió una especie de fingimiento en los tres espacios, pues a la orden vertical de mantener el culto como una rutina, el sacerdocio fungió como una clase social que únicamente buscaba su beneficio económico sin verificar si, efectivamente, el templo cumplía con su función originaria: servir como símbolo de la presencia divina en medio del pueblo (como el tabernáculo en el desierto). La burocratización de la religión hizo que estos funcionarios religiosos relegaran la espiritualidad popular al plano de la superstición para atender las casi siempre riesgosas tendencias de la religiosidad popular. Por ello, Jeremías es, como lo serán los reformadores después, un defensor de la espiritualidad y no de la religiosidad, pues si observamos con atención en nuestros tiempos, personalidades como Carlos Cuauhtémoc Sánchez pasan por adalides de espiritualidades esotéricas con un mínimo barniz cristiano y se instalan en la sociedad como gurúes que reclaman seguidores.

Esta diferenciación entre espiritualidad y religiosidad es básica para entender los reclamos de la Reforma Protestante en el sentido de reinstalar en la sociedad una relación personalizada con Dios, ya no mediante la intervención de dudosos sacerdocios sino de la responsabilidad individual de cada quien. Así, la explosión de la individualidad protestante en medio del comunitarismo católico, en general, desató una serie de transformaciones no sólo religiosas, que con el paso del tiempo contribuirían, incluso, para la conformación del perfil del ciudadano en las nuevas condiciones sociales y políticas que vendrían, pues el trato directo con lo sagrado, con Dios, extendió, o hizo que de manera más horizontal, se entendiera la práctica cristiana como algo no solamente posible para los “religiosos profesionales” sino para todo el pueblo creyente.

2. …es atender la acción del Espíritu en el mundo y la historia
De manera similar, en el Cuarto Evangelio, Jesús enfrenta a la estructura religiosa de su tiempo para devolver la libertad del trato con Dios a todos los creyentes, desde la simplicidad del acercamiento sincero a Dios. Jesús de Nazaret fue un auténtico reformador religioso, teológico y social, pues partiendo de las matrices culturales de su época fue capaz de discernir la manera en que la diseminación de la voluntad de Dios podía romper los esquemas impuestos por la fuerza del poder a toda la población, sumida en la enajenación religiosa e ideológica. Se dirá que, por ser el Hijo de Dios, dominaba la percepción general del ambiente espiritual de su época. Ésa es una solución fácil por la sencilla razón de que su trasfondo humano, empobrecido y marginal, podía no darle para tamaño proyecto. Lo que sucedió con él, desde la perspectiva de este evangelio fue que percibió la ausencia de profundidad en los proyectos espirituales impuestos al pueblo como consigna: estar bien con el poder era estar bien con Dios. Su rechazo a este despropósito ideológico lo llevó a enfrentar directamente el problema: religiosamente, ya era una aberración aferrarse de tal manera a la tradición mosaica sin haber experimentado, en plenitud, la experiencia paradigmática del éxodo en nuevas situaciones; espiritualmente, el pueblo no podía encontrar sustancia verdadera en las modas u orientaciones de otro clero dominado por un poder espurio que no representaba legítimamente al pueblo; y políticamente, no podía deberse fidelidad a un sistema que se basaba en la ignorancia del pueblo y en la aceptación incondicional a la sumisión a un gobierno extranjero.

Jesús puso en la balanza una suerte de anarquismo de profunda entraña teológica al poner en tela de juicio el origen del poder religioso de los líderes judíos y el político de la Roma imperial, de tal suerte que su idea del gobierno divino no pasaba por las mediaciones históricas que conoció sino por la autenticidad de un reinado que comienza por el único lugar en el que Dios desea gobernar: el corazón, entendido como aquella interioridad humana que da cuenta de los valores universales que dirigen la vida y la proyectan hacia objetivos ciertamente utópicos pero viables en medio de una comunidad dispuesta a reconocer el único origen del poder, pero aplicado en términos de servicio y solidaridad. A esto, la tradición reformada y protestante en general le ha llamado el libre examen de la voluntad de Dios manifestada en las Sagradas Escrituras, sin más intermediarios que los logros de la gramática, la exégesis y la teología bien entendidas y practicadas. Por eso, como bien recuerda Bernard Cottret en su biografía de Calvino (www.protestantedigital.com/new/muypersonal.php?175), los reformados fueron vistos siempre como apasionados de la gramática y de la buena expresión, dada su pasión por entender de la mejor manera posible los textos sagrados.


La riqueza de la espiritualidad reformada, por lo tanto, no fue una invención de Calvino o de sus epígonos, sino que responde más bien a la continuidad que ha buscado con los postulados proféticos que atraviesan la Biblia de principio a fin en la lucha constante por oponerse a cualquier forma de absolutización de poderes que suplanten al único designio de poder que subyace en el texto sagrado: una fuerza espiritual que, efectivamente, busca gobernar entre la humanidad, pero sin atentar jamás contra aquello que es característico de lo humano, la libertad inalienable y digna que se planta, incluso frente a Dios (como lo hizo tan intensamente Job) para establecer una relación dialógica más allá de las estructuras de opresión e injusticia. El teólogo brasileño Zwinglio M. Dias ha demostrado hasta dónde hay que llegar como creyentes fieles a esta tradición para mantener la integridad del Evangelio en términos del poder, dentro y fuera de la Iglesia reformada.

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