26 de octubre, 2008
1. Celebrar las reformas de la Iglesia cristiana…
La celebración de lo acontecido en la Reforma
Protestante es un asunto de fe y espiritualidad, relevante para todo el
cristianismo, porque se colocó en el centro del debate la necesidad de
actualizar la fe para estar a la altura de los tiempos. Antes de esa fecha y
después, nunca faltaron los impulsos que insistían en subrayar que la Iglesia
no podía quedarse siempre como estaba, es decir, acostumbrarse a los usos y
costumbres de la época para obtener beneficios y privilegios ajenos a su misión
fundamental: dar testimonio de la obra de gracia de Dios en Cristo Jesús. De
ahí que los y las reformadores de todas las épocas, en el espíritu profético de
Jeremías, atendieron el llamado del Señor para enfrentar los lineamientos
establecidos por los gobiernos y los liderazgos religiosos y tratar de
refrescar la mirada sobre lo que verdaderamente era la voluntad de Dios para su
tiempo. Así como Jeremías lo entendió en momentos tan difíciles para su patria,
los hombres y mujeres insatisfechos con la situación de sus comunidades e
iglesias, lanzaron proclamaciones, proyectos y programas que buscaban sentar
las bases de un nuevo inicio en sus relaciones con Dios y con el mundo. Los
llamados pre-reformadores intuyeron, en medio de las imposiciones papales y de
los nobles en el poder, que el modelo predominante de Iglesia y de
espiritualidad requería adecuaciones para que en las circunstancias cambiantes
pudiera aplicarse lo más posible según las enseñanzas del Nuevo Testamento. De
ahí que muchas veces se apartaron de los espacios culturales más influyentes
para buscar, en una práctica comunitaria, el rescate de los valores
espirituales originales de la fe cristiana. No siempre lo consiguieron, pero su
esfuerzo adquirió un impulso extraordinario que inspiró las luchas que vendrían
más tarde.
La voz de Jeremías
se alzó para denunciar, desde el templo mismo, la forma en que los caminos del
país se habían apartado de los designios de Yahvé. La espiritualidad centrada
en un espacio físico consagrado al culto y al sacrificio hacía que se
presentara un doble juego entre el poder, el sacerdocio y el pueblo. A la
construcción de un santuario que centralizó la devoción popular, le siguió la
instalación de un clero que, en vez de servir como intermediario ante Dios,
funcionó como un gremio burocrático que le debía mayor lealtad al poder
monárquico. Como consecuencia, existió una especie de fingimiento en los tres
espacios, pues a la orden vertical de mantener el culto como una rutina, el
sacerdocio fungió como una clase social que únicamente buscaba su beneficio
económico sin verificar si, efectivamente, el templo cumplía con su función
originaria: servir como símbolo de la presencia divina en medio del pueblo
(como el tabernáculo en el desierto). La burocratización de la religión hizo
que estos funcionarios religiosos relegaran la espiritualidad
popular al plano de la superstición para atender las casi siempre riesgosas
tendencias de la religiosidad popular. Por ello, Jeremías es, como lo serán los
reformadores después, un defensor de la espiritualidad y no de la religiosidad,
pues si observamos con atención en nuestros tiempos, personalidades como Carlos
Cuauhtémoc Sánchez pasan por adalides de espiritualidades esotéricas con un
mínimo barniz cristiano y se instalan en la sociedad como gurúes que reclaman
seguidores.
Esta
diferenciación entre espiritualidad y religiosidad es básica para entender los
reclamos de la Reforma Protestante en el sentido de reinstalar en la sociedad
una relación personalizada con Dios, ya no mediante la intervención de dudosos
sacerdocios sino de la responsabilidad individual de cada quien. Así, la
explosión de la individualidad protestante en medio del comunitarismo católico,
en general, desató una serie de transformaciones no sólo religiosas, que con el
paso del tiempo contribuirían, incluso, para la conformación del perfil del
ciudadano en las nuevas condiciones sociales y políticas que vendrían, pues el
trato directo con lo sagrado, con Dios, extendió, o hizo que de manera más
horizontal, se entendiera la práctica cristiana como algo no solamente posible
para los “religiosos profesionales” sino para todo el pueblo creyente.
2. …es atender la acción del Espíritu en el mundo y la
historia
De manera similar, en el Cuarto Evangelio, Jesús
enfrenta a la estructura religiosa de su tiempo para devolver la libertad del
trato con Dios a todos los creyentes, desde la simplicidad del acercamiento
sincero a Dios. Jesús de Nazaret fue un auténtico reformador religioso,
teológico y social, pues partiendo de las matrices culturales de su época fue
capaz de discernir la manera en que la diseminación de la voluntad de Dios
podía romper los esquemas impuestos por la fuerza del poder a toda la
población, sumida en la enajenación religiosa e ideológica. Se dirá que, por
ser el Hijo de Dios, dominaba la percepción general del ambiente espiritual de
su época. Ésa es una solución fácil por la sencilla razón de que su trasfondo
humano, empobrecido y marginal, podía no darle para tamaño proyecto. Lo que
sucedió con él, desde la perspectiva de este evangelio fue que percibió la
ausencia de profundidad en los proyectos espirituales impuestos al pueblo como
consigna: estar bien con el poder era estar bien con Dios. Su rechazo a este
despropósito ideológico lo llevó a enfrentar directamente el problema:
religiosamente, ya era una aberración aferrarse de tal manera a la tradición
mosaica sin haber experimentado, en plenitud, la experiencia paradigmática del
éxodo en nuevas situaciones; espiritualmente, el pueblo no podía encontrar
sustancia verdadera en las modas u orientaciones de otro clero dominado por un
poder espurio que no representaba legítimamente al pueblo; y políticamente, no
podía deberse fidelidad a un sistema que se basaba en la ignorancia del pueblo
y en la aceptación incondicional a la sumisión a un gobierno extranjero.
Jesús puso en la balanza una suerte de
anarquismo de profunda entraña teológica al poner en tela de juicio el origen
del poder religioso de los líderes judíos y el político de la Roma imperial, de
tal suerte que su idea del gobierno divino no pasaba por las mediaciones
históricas que conoció sino por la autenticidad de un reinado que comienza por
el único lugar en el que Dios desea gobernar: el corazón, entendido como
aquella interioridad humana que da cuenta de los valores universales que
dirigen la vida y la proyectan hacia objetivos ciertamente utópicos pero
viables en medio de una comunidad dispuesta a reconocer el único origen del
poder, pero aplicado en términos de servicio y solidaridad. A esto, la
tradición reformada y protestante en general le ha llamado el libre examen de
la voluntad de Dios manifestada en las Sagradas Escrituras, sin más
intermediarios que los logros de la gramática, la exégesis y la teología bien
entendidas y practicadas. Por eso, como bien recuerda Bernard Cottret en su
biografía de Calvino (www.protestantedigital.com/new/muypersonal.php?175), los reformados fueron
vistos siempre como apasionados de la gramática y de la buena expresión, dada
su pasión por entender de la mejor manera posible los textos sagrados.
La riqueza de la espiritualidad reformada,
por lo tanto, no fue una invención de Calvino o de sus epígonos, sino que
responde más bien a la continuidad que ha buscado con los postulados proféticos
que atraviesan la Biblia de principio a fin en la lucha constante por oponerse
a cualquier forma de absolutización de poderes que suplanten al único designio
de poder que subyace en el texto sagrado: una fuerza espiritual que,
efectivamente, busca gobernar entre la humanidad, pero sin atentar jamás contra
aquello que es característico de lo humano, la libertad inalienable y digna que
se planta, incluso frente a Dios (como lo hizo tan intensamente Job) para
establecer una relación dialógica más allá de las estructuras de opresión e injusticia.
El teólogo brasileño Zwinglio M. Dias ha demostrado hasta dónde hay que llegar
como creyentes fieles a esta tradición para mantener la integridad del
Evangelio en términos del poder, dentro y fuera de la Iglesia reformada.
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