26 de octubre de 2008
Todos los años hacemos nuestro recordatorio de la Reforma. ¿Domingo de la Reforma? ¿Cuál es el sentido más profundo de este día especial? ¿Qué es lo que celebramos? Los mismos interrogantes son válidos para la persona de los reformadores. Dentro de pocos años, muchas iglesias reformadas celebrarán la memoria de los 500 años del nacimiento de Juan Calvino en Noyon, Francia (1509-1564). ¿Por qué esta fecha tiene para nosotros tal envergadura? ¿Qué celebramos al recordar la genial figura de Calvino?
Los tiempos de la Reforma fueron tumultuosos y se caracterizaron por los escabrosos debates y luchas que originaron la gran fisura dentro del cristianismo occidental, y que incluso ocasionaron violencia y conflictos militares. A primera vista, el siglo XVI no parece ofrecer grandes cosas que celebrar. Sin embargo, en el transcurso de esas décadas cruciales, nació una idea que acompaña a la iglesia hasta nuestros días y es motivo de profunda gratitud: El único fundamento de la Iglesia es Jesucristo, y el Evangelio que trajo al mundo es nuestra verdadera fuente de vida. La iglesia es la de Jesucristo o no es ninguna. Si ha de representar a la voz de Dios sobre la tierra, no tiene más alternativa que volverse hacia él y dejarse guiar por su Palabra. Ad fontes! ¡A las fuentes! era el clamor general de la época. La iglesia no puede vivir de la tradición, las estructuras, de su propia vitalidad espiritual, ni de ninguna otra cosa en el mundo, sino en que obtiene la vida de la comunión con nuestro Señor crucificado y resucitado. Es la idea capitalizada en esos años, con sus altos y sus bajos, su grandeza y sus desaciertos. Reluce como una veta de oro sobre la oscuridad de la roca.
Escuchemos dos pasajes de los primeros escritos de Calvino: A su prefacio de la traducción de la Biblia por Pierre-Robert Olivétan (1535), Calvino le da el particular título: A todos aquellos que aman a Cristo y a su Evangelio, y continúa: “Sin el Evangelio todo es inútil y vano; sin el Evangelio no somos cristianos; sin el Evangelio toda riqueza es pobreza, todo saber un desatino frente a Dios; la fuerza es debilidad y toda la justicia humana es objeto de la censura de Dios. Sin embargo, con el conocimiento del Evangelio nos hacemos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, conciudadanos de los santos, ciudadanos del Reino de los Cielos, herederos de Dios junto con Jesucristo, por obra del cual los pobres se vuelven ricos, los débiles fuertes, los necios sabios, los pecadores son perdonados, los desolados reconfortados, los indecisos se vuelven seguros y los esclavos son liberados. El Evangelio es la Palabra de vida”.
Y en su repuesta al Cardenal Jacobo Sadoleto (1539) destaca nuestra dependencia absoluta de Jesucristo: “Dado, pues, que todos los hombres están condenados como pecadores delante de Dios, decimos que Cristo es la sola justicia: el cual con su obediencia ha borrado nuestras transgresiones; con su sacrificio la ira de Dios ha sido apaciguada; con su sangre nos ha limpiado de toda mancha; con su cruz ha sobrellevado nuestra maldición; con su muerte ha satisfecho por nosotros. De esta manera decimos que ha sido reconciliado el hombre con Dios Padre, por Cristo, no por su propio mérito o el valor de las obras, sino por la bondad y clemencia gratuita del Señor”.
¿Qué es, entonces, lo que celebramos el Domingo de la Reforma? Ciertamente, no la “fundación” ni los heroicos inicios de la Iglesia Reformada. Lo que ocurrió en el siglo XVI no constituye el tema de ese domingo. Tampoco celebramos la genial figura de Calvino; en el Domingo de la Reforma no se conmemora a un santo. Calvino se encargó de subrayar que, en última instancia, no era su persona lo que interesaba. No vería con agrado al enorme monumento a la Reforma en Ginebra. Nadie conoce el lugar de su tumba y los peregrinos no pueden visitarlo ni rendirle honores. Al contrario, cada año, el Domingo de la Reforma nos ofrece la oportunidad de preguntarnos junto con los reformadores del siglo XVI: “¿Qué significa ser la iglesia de Jesucristo hoy?” “¿Hacia dónde intenta guiarnos por su Espíritu y su Palabra?” “¿Somos verdaderamente instrumentos en sus manos?” “¿Qué significa que nos haya hecho libres mediante su gracia y su amor?” “¿Qué pasos espera que demos a continuación?”
Los Reformadores no se contentaban con que hubiese una aceptación general de que Jesucristo
era la fuente de la salvación. Para ellos, Cristo era más que una fórmula litúrgica y, por lo tanto, todos, pero Calvino en particular, se propusieron revelar de manera minuciosa la importancia del Evangelio para la fe de los creyentes, y mostrar qué respuesta se requería de la comunidad en su conjunto y de cada miembro en particular. Sus respuestas son impresionantes, llenas de ideas y enfoques aún válidos en nuestros días. Sin embargo, es importante reconocer que Calvino se consideraba siervo del Evangelio. La Iglesia Reformada no se identifica con su nombre y no debe llamarse calvinista. Calvino sabía que cada generación tendría que volver a descifrar la importancia del Evangelio. Es así que la tradición reformada se caracteriza por que la confesión de fe ha ido reformulándose en el transcurso de los siglos, a medida que se abrían nuevos horizontes y los contextos se transformaban.
El prefacio a la Segunda Confesión Helvética (1566) refleja esta apertura hacia nuevas ideas:
“Ante todo, testimoniamos que siempre estaremos enteramente dispuestos a explicar más ampliamente nuestra exposición tanto general como particularmente, si así se nos solicitase, y a ceder con gratitud frente a aquellos que nos corrijan conforme a la Palabra de Dios y a seguirlos en el Señor, al cual corresponden la alabanza y la gloria”.
¿Y qué pasa en nuestros días? En la Asamblea General de Accra (Ghana), celebrada en 2004, la Alianza Reformada Mundial formuló y sometió a examen de sus iglesias miembros una confesión de fe para nuestros tiempos. Una confesión de fe no puede decretarse, sólo puede declararse y proponerse.
La respuesta de las iglesias determinará si podrá considerarse como la confesión de la Iglesia.
La Asamblea General de la Alianza Reformada Mundial es la reunión más representativa dentro del mundo reformado. Allí participaron delegados de las iglesias de todo el mundo y, por lo tanto, su mensaje merece que todos los cristianos reformados le prestemos oídos y analicemos su mensaje con la mayor atención. ¿Y qué mejor día para hacerlo que el Domingo de la Reforma?, día que nos recuerda el propósito y los móviles más puros de la Reforma.
Por lo tanto, se nos invita, entonces, a preguntar junto a los reformadores, ¿hasta qué punto la Confesión de Accra expresa lo que la Iglesia de Jesucristo está llamada a proclamar y dar testimonio en los albores del tercer milenio?
¡Escuchar la Palabra de Dios hoy junto a los reformadores!
Para honrar esta tarea es fundamental tomarse el tiempo de volver a observar la época de la Reforma. ¿Qué cosas preocupaban especialmente a los reformadores? ¿Cuáles eran los principios fundamentales que orientaban sus prédicas y sus actos?
Hay tres aspectos que no deben pasarse por alto al atender el legado de la Reforma:
Los tiempos de la Reforma fueron tumultuosos y se caracterizaron por los escabrosos debates y luchas que originaron la gran fisura dentro del cristianismo occidental, y que incluso ocasionaron violencia y conflictos militares. A primera vista, el siglo XVI no parece ofrecer grandes cosas que celebrar. Sin embargo, en el transcurso de esas décadas cruciales, nació una idea que acompaña a la iglesia hasta nuestros días y es motivo de profunda gratitud: El único fundamento de la Iglesia es Jesucristo, y el Evangelio que trajo al mundo es nuestra verdadera fuente de vida. La iglesia es la de Jesucristo o no es ninguna. Si ha de representar a la voz de Dios sobre la tierra, no tiene más alternativa que volverse hacia él y dejarse guiar por su Palabra. Ad fontes! ¡A las fuentes! era el clamor general de la época. La iglesia no puede vivir de la tradición, las estructuras, de su propia vitalidad espiritual, ni de ninguna otra cosa en el mundo, sino en que obtiene la vida de la comunión con nuestro Señor crucificado y resucitado. Es la idea capitalizada en esos años, con sus altos y sus bajos, su grandeza y sus desaciertos. Reluce como una veta de oro sobre la oscuridad de la roca.
Escuchemos dos pasajes de los primeros escritos de Calvino: A su prefacio de la traducción de la Biblia por Pierre-Robert Olivétan (1535), Calvino le da el particular título: A todos aquellos que aman a Cristo y a su Evangelio, y continúa: “Sin el Evangelio todo es inútil y vano; sin el Evangelio no somos cristianos; sin el Evangelio toda riqueza es pobreza, todo saber un desatino frente a Dios; la fuerza es debilidad y toda la justicia humana es objeto de la censura de Dios. Sin embargo, con el conocimiento del Evangelio nos hacemos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, conciudadanos de los santos, ciudadanos del Reino de los Cielos, herederos de Dios junto con Jesucristo, por obra del cual los pobres se vuelven ricos, los débiles fuertes, los necios sabios, los pecadores son perdonados, los desolados reconfortados, los indecisos se vuelven seguros y los esclavos son liberados. El Evangelio es la Palabra de vida”.
Y en su repuesta al Cardenal Jacobo Sadoleto (1539) destaca nuestra dependencia absoluta de Jesucristo: “Dado, pues, que todos los hombres están condenados como pecadores delante de Dios, decimos que Cristo es la sola justicia: el cual con su obediencia ha borrado nuestras transgresiones; con su sacrificio la ira de Dios ha sido apaciguada; con su sangre nos ha limpiado de toda mancha; con su cruz ha sobrellevado nuestra maldición; con su muerte ha satisfecho por nosotros. De esta manera decimos que ha sido reconciliado el hombre con Dios Padre, por Cristo, no por su propio mérito o el valor de las obras, sino por la bondad y clemencia gratuita del Señor”.
¿Qué es, entonces, lo que celebramos el Domingo de la Reforma? Ciertamente, no la “fundación” ni los heroicos inicios de la Iglesia Reformada. Lo que ocurrió en el siglo XVI no constituye el tema de ese domingo. Tampoco celebramos la genial figura de Calvino; en el Domingo de la Reforma no se conmemora a un santo. Calvino se encargó de subrayar que, en última instancia, no era su persona lo que interesaba. No vería con agrado al enorme monumento a la Reforma en Ginebra. Nadie conoce el lugar de su tumba y los peregrinos no pueden visitarlo ni rendirle honores. Al contrario, cada año, el Domingo de la Reforma nos ofrece la oportunidad de preguntarnos junto con los reformadores del siglo XVI: “¿Qué significa ser la iglesia de Jesucristo hoy?” “¿Hacia dónde intenta guiarnos por su Espíritu y su Palabra?” “¿Somos verdaderamente instrumentos en sus manos?” “¿Qué significa que nos haya hecho libres mediante su gracia y su amor?” “¿Qué pasos espera que demos a continuación?”
Los Reformadores no se contentaban con que hubiese una aceptación general de que Jesucristo
era la fuente de la salvación. Para ellos, Cristo era más que una fórmula litúrgica y, por lo tanto, todos, pero Calvino en particular, se propusieron revelar de manera minuciosa la importancia del Evangelio para la fe de los creyentes, y mostrar qué respuesta se requería de la comunidad en su conjunto y de cada miembro en particular. Sus respuestas son impresionantes, llenas de ideas y enfoques aún válidos en nuestros días. Sin embargo, es importante reconocer que Calvino se consideraba siervo del Evangelio. La Iglesia Reformada no se identifica con su nombre y no debe llamarse calvinista. Calvino sabía que cada generación tendría que volver a descifrar la importancia del Evangelio. Es así que la tradición reformada se caracteriza por que la confesión de fe ha ido reformulándose en el transcurso de los siglos, a medida que se abrían nuevos horizontes y los contextos se transformaban.
El prefacio a la Segunda Confesión Helvética (1566) refleja esta apertura hacia nuevas ideas:
“Ante todo, testimoniamos que siempre estaremos enteramente dispuestos a explicar más ampliamente nuestra exposición tanto general como particularmente, si así se nos solicitase, y a ceder con gratitud frente a aquellos que nos corrijan conforme a la Palabra de Dios y a seguirlos en el Señor, al cual corresponden la alabanza y la gloria”.
¿Y qué pasa en nuestros días? En la Asamblea General de Accra (Ghana), celebrada en 2004, la Alianza Reformada Mundial formuló y sometió a examen de sus iglesias miembros una confesión de fe para nuestros tiempos. Una confesión de fe no puede decretarse, sólo puede declararse y proponerse.
La respuesta de las iglesias determinará si podrá considerarse como la confesión de la Iglesia.
La Asamblea General de la Alianza Reformada Mundial es la reunión más representativa dentro del mundo reformado. Allí participaron delegados de las iglesias de todo el mundo y, por lo tanto, su mensaje merece que todos los cristianos reformados le prestemos oídos y analicemos su mensaje con la mayor atención. ¿Y qué mejor día para hacerlo que el Domingo de la Reforma?, día que nos recuerda el propósito y los móviles más puros de la Reforma.
Por lo tanto, se nos invita, entonces, a preguntar junto a los reformadores, ¿hasta qué punto la Confesión de Accra expresa lo que la Iglesia de Jesucristo está llamada a proclamar y dar testimonio en los albores del tercer milenio?
¡Escuchar la Palabra de Dios hoy junto a los reformadores!
Para honrar esta tarea es fundamental tomarse el tiempo de volver a observar la época de la Reforma. ¿Qué cosas preocupaban especialmente a los reformadores? ¿Cuáles eran los principios fundamentales que orientaban sus prédicas y sus actos?
Hay tres aspectos que no deben pasarse por alto al atender el legado de la Reforma:
a) Casi cinco siglos nos separan de la Reforma. Nos hallamos frente a nuevos horizontes. Las fronteras del testimonio han cambiado, de modo que las respuestas de los reformadores no pueden trasladarse y aplicarse al pie de la letra en nuestra época.
b) La introducción de las reformas provocó muchas luchas. Los representantes del antiguo orden ofrecieron una resuelta resistencia a los cambios que se proponían. El tiempo de la Reforma, por ende, fue un tiempo de amargas polémicas. Calvino procuró resumir sus ideas y enmiendas para la Reforma de manera coherente y equilibrada, pero los conflictos suscitaron casi inevitablemente respuestas incisivas y exageraciones entre las partes, que hoy han perdido su valor. A fin de evitar la parcialidad, hace falta corregirlas.
c) No todas las ideas y objetivos de los reformadores se pudieron alcanzar y llevar a cabo. Las reformas a menudo tropezaron con resistencias incluso dentro del campo de las propias iglesias reformadas. Algunos anhelos de los reformadores quedaron sin satisfacer.
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