domingo, 28 de diciembre de 2008

Paz y mansedumbre para la convivencia, L. Cervantes-O.

16 de noviembre de 2008
Salmo 37; Juan 14.15-31

1. La búsqueda de la paz según el salterio bíblico
Es posible hablar de la paz en diversos niveles, pues existe un contrapunto muy claro entre la necesidad humana de no experimentar conflictos y la realidad plagada, eventualmente, de alteraciones del estado de armonía, esencial para la convivencia. En la Biblia se manejan ampliamente estos niveles y muchos textos ejemplifican, en acto, la manera en que la paz puede llegar a establecerse, más allá de los ideales y los sueños, los cuales también cumplen una función en este proceso. Con todo, lo más importante que hacen muchos textos es afirmar la manera en que Dios construye situaciones de paz y armonía para la convivencia humana mediante la participación directa de sus hijos en el mundo, pues como bien subrayó Jesús en el llamado Sermón del Monte, los pacificadores serán bienaventurados y reconocidos como hijos de Dios, no necesariamente reconocidos o aceptados por su pacifismo. Este reconocimiento e identificación con el propio Dios plantea también la necesidad de forjar una cultura de la paz que abarque aspectos espirituales y sociales por igual.
La búsqueda de la paz, personal y colectiva, es uno de los grandes temas de los salmos. Pasar revista al contenido de buena parte de ellos es una experiencia de encuentro con las expresiones de muchos creyentes que vieron alterada su situación por situaciones en donde la paz, entendida como fundamento del equilibrio individual y comunitario, se trastorna al grado de que, como abre el salmo 37, se cuestiona a Dios sobre el “éxito” de los malvados. El tono exhortatorio del salmo, influido por la perspectiva sapiencial, orienta la lectura de quien, al encontrarse en circunstancias similares, se interroga sobre el rumbo de la vida En ese sentido, el salmo tiene una arquitectura que parte del silencio (la actitud mística por excelencia, para abordar el problema: “Guarda silencio ante Jehová, y espera en él./ No te alteres con motivo del que prospera en su camino,/ Por el hombre que hace maldades” (v. 7). Esta tónica guía la reflexión de quien, con una amplia experiencia vital, sabe que los caminos de la fe pasan por la incertidumbre que puede incidir sobre la estabilidad emocional, afectiva, moral y espiritual. Las condiciones óptimas para el buen trato con Dios y los semejantes no se cumplen objetivamente y la fe puede proyectarse hacia espacios en los que la opinión generalizada sobre el bien y el mal consigue establecerse, si como una norma, sí como origen de un estado de ánimo que no logra resolver los dilemas del momento.

Deja la ira, y desecha el enojo;
No te excites en manera alguna a hacer lo malo.
Porque los malignos serán destruidos,
Pero los que esperan en Jehová, ellos heredarán la tierra. (vv. 8-9)

Sólo una sabiduría establecida con el paso de los años puede anticipar el futuro de esta manera, pues no se trata de tener una bola de cristal o de llevar a cabo procedimientos adivinitarios, sino de ser capaces de poseer una estructura mental, espiritual y teológica que permita situarse ante las contingencias vitales para propiciar apreciaciones equilibradas. Según el salmo, lo placentero no consiste únicamente en cruzar los brazos y esperar que la intervención divina resuelva todas las cosas. La impaciencia por la ausencia de paz en el mundo precede, sin lugar a dudas, a las acciones que hay que realizar para que el mundo se parezca cada vez a más a lo que la utopía del Reino de Dios tiene proyectado sobre él en el futuro. La ausencia de paz es una de las características del mundo que no ha sido transformado plenamente, pero su vocación para el Reino no desaparece.

2. La paz de Jesús y los dilemas del mundo
En el Cuarto Evangelio, cuando Jesús se refiere a la consecución de la paz no promueve esperanzas ingenuas, pues él mismo se hallaba inmerso en un proceso humano, político, social y teológico, de enorme complejidad. La segunda parte del discurso del cap. 14 puntualiza una serie de razones objetivas, desde su parecer, para normar el criterio de los creyentes de una nueva generación que estaban enfrentando oposición, cerrazón y rechazo hacia su práctica y mensaje. Las enseñanzas del Discípulo Amado para las comunidades que se hallaban bajo su influencia estaban marcadas por un fuerte compromiso humano que no cejaba en su empeño por construir nuevas formas de relación humana a pesar de los conflictos y la incomprensión de que eran objeto. Esas comunidades (llamadas juaninas) creían firmemente en que la intervención del Espíritu podría lograr establecer un nuevo estado de cosas en el mundo a partir de lo sucedido en el acontecimiento de Cristo: una práctica de justicia dominada por la confianza en que el Reino de Dios vendría a sustituir lo vivido hasta entonces. Sólo que en medio de estas certezas se encontraba precisamente el Imperio Romano, con su afirmación oficial de que había conseguido una paz que armonizaba (globalizaba, diríamos hoy) la situación de miles y miles de personas en el mundo conocido de la época. Porque hay decirlo con claridad: la afirmación de Juan 14.27 (“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”) tiene un trasfondo y una dedicatoria bien clara.
El trasfondo en la historia del trato de Dios con el pueblo, es la búsqueda y la esperanza del shalom, entendido no como la simple paz o ausencia de violencia, sino como un amplio estado de bienestar.
El significado básico de la palabra hebrea shalom “es bienestar y, desde luego, con una clara preponderancia del lado físico” (G. von Rad). Se trata de un estado de cosas positivo, que no sólo incluye la ausencia de la guerra y de la enemistad personal -ésta es el requisito previo, para la shalom-, sino que comprende además la prosperidad, la alegría, el éxito en la vida, las circunstancias felices y la salud entendida en sentido religioso. En su palabra de salud los hombres de Israel y del próximo oriente siguen hasta el día de hoy deseándose la paz, shalom. En la aclamación al rey se dice: “Que los montes mantengan la paz (shalom; otros traducen: salud, bienestar) para el pueblo; las colinas, la justicia. Que él dé a los humildes sus derechos, libere a los hijos de los pobres, reprima al opresor. Viva tanto tiempo como duren el sol y la lluvia sobre el césped, como los chubascos que riegan las tierras. Que en sus días florezca la justicia y la plenitud de la paz (shalom) hasta que deje de brillar la luna” (/Sal/071/072/02-07).[1]
Esta visión de la paz como estado amplio de bienestar, abarca también la práctica y experimentación de la justicia en todos sus niveles, pues la presencia de paz sin su contraparte es impensable en la perspectiva teológica del A.T. Por otra parte, la pax romana era resultado de un proceso de explotación mediante la violencia, de modo que Jesús se sitúa en medio de estas dos perspectivas para afirmar la novedad de la actuación de Dios: el espíritu o corazón de su obra radica en que la paternidad bien entendida de Dios viene a superar los desequilibrios e inequidades ocasionados por el abuso del poder de algunos seres humanos y la imposición de un estado falso de paz basado en la superioridad militar. Jesús, en otras palabras, desenmascara a quienes, en nombre de un poder superior, pretenden obtener la aceptación de los demás para proseguir en sus iniciativas de dominación ajena a la voluntad del Dios que desea afirmar la dignidad de cada ser humano en su especificidad. La paz de Jesús es una paz obtenida mediante las acciones del Espíritu en la vida de las personas.
Nota
[1] El evangelio según san Juan. Barcelona, Herder, 1979, p. 128s, www.mercaba.org/DIESDOMINI/PASCUA/DO-06C/ev-comentario.htm.

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