sábado, 2 de mayo de 2009

El Dios de Jesús y los crucificados de la historia, L. Cervantes-Ortiz

10 de abril, 2009

Cristo es quien ha mostrado el fracaso de la religión arcaica, sacrificial, desmontando sus mecanismos victimarios y llamando a la humanidad a romper el círculo de la violencia mimética. Creo que por eso su mensaje es universal y trascendente.[1]
RENÉ GIRARD


1. Jesús afronta un juicio falso y es víctima de la cultura sacrificial
La dinámica material de la infamia estaba desatada: Dios sigue fiel a su proyecto de encarnarse radicalmente en la humanidad y acepta las leyes de la materialidad negativa desatada en contra de Jesús como parte del proceso sacrificial sancionado por la cultura dominante. El statu quo político, religioso e ideológico no valora ni acepta la posibilidad de que alguien proponga un pensamiento o una práctica diferenciada. El sistema sabe muy bien que si le abre la puerta a un disidente, tendrá que abrirla a todos. Pero lo peor de todo sucede cuando la certeza de la sanción invade a los sectores populares. Eso le sucede a Jesús: según Mateo, el acuerdo unánime logrado mediante una propaganda teledirigida, alcanzará a convencer a todos los estratos sociales, comenzando con las dirigencias (27.1).

La sociedad no acepta que haya quienes piensen distinto. A ellos, los crucifica y condena con las más viles atrocidades. Aunque no les mate el cuerpo, les somete a la muerte en su dignidad, en lo que son como personas. Les excluye y pone al margen de la práctica social donde no tengan y/o puedan “decir”. Se les condena a experimentar “la muerte en el silencio” porque todo lo que digan va a crear conflictos. Y a quienes ostentan el poder no les conviene que “haya quienes gritan” o “denuncian” los males sociales. Necesitan callarlos para no tener que confrontarse con el fruto de su pecado. Necesitan silenciarles para que no lancen al rostro las injusticias que se cometen. Necesitan apagar sus voces para que no haya quién les señale, en justa razón, el mal y daño que se comete. Nos decía René Girard: “una sociedad en la que cuando un justo se pronuncia es sentenciado”.[2]

Cuando los líderes religiosos, dueños ya del cuerpo y la persona de Jesús, a quien han secuestrado arbitrariamente, han conseguido el consenso sobre su muerte, el juicio falso llevado a cabo con base en calumnias y acusaciones prejuzgadas de antemano, ¡pues vaya que percibieron los alcances de la rebelión teológica de Jesús!, tienen que recurrir al brazo armado del régimen invasor para administrar, literalmente, la muerte. Mientras tanto, Judas se la administra a sí mismo: es el primer caído en la estela de su maestro traicionado. Quienes le “compraron” a Jesús son celosos observantes de la ley y canalizan esos recursos devueltos a una obra de caridad notable (27.6-8: compran un lugar impuro para cementerio de forasteros).
El encuentro de Jesús con Pilato es parte de su juicio sumario, sumarísimo. La pregunta que le urge resolver al representante del imperio invasor es política: si Jesús es rey de los judíos, debe morir inevitablemente. No podía haber diálogo entre partes tan disímbolas: a diferencia de Juan, que atreve un intercambio verbal, Mateo reduce al mínimo el contacto y muestra a un Pilato impaciente por deshacerse del problema. El recurso para congraciarse con el pueblo (otro populista, faltaba más, para que no falle, ni en estos casos, la teoría política) es dar a escoger a un preso para liberarlo. La manipulación a la orden del día: los dirigentes religiosos finalmente impusieron su criterio y “convencieron” al populacho para pedir a Barrabás (27.20). Luego de eso, la otra alternativa era, invariablemente, la muerte: circo y sangre, espectáculo y crisis en el interior de la religión judía, sadismo al máximo y ruptura en el interior de Dios.

2. La cultura sacrificial y los crucificados de la historia
Toda cultura es sacrificial en el fondo (“Canalizar la violencia colectiva y enfocarla en un solo individuo considerado responsable de una determinada crisis social permite a la comunidad reducir el caos al que periódicamente se ve arrastrada”.[3]), pero sus mecanismos han evolucionado sistemáticamente. El gobernante romano Pilato supo muy bien de qué lado estaba la justicia, pero no movió un dedo para establecerla, pues sus intereses coincidían completamente con los jerarcas religiosos. Girard dice que Pilato “se suma, a fin de cuentas, a la jauría de los perseguidores”.[4] El maridaje entre ambos se basaba en la aceptación tácita del elemento sacrificial: era preferible que muriera una sola persona a sacrificar a todo el pueblo. (Una máxima política irrebatible que sólo Juan consigna: 11.50). Ahora las masas van a ser cómplices del asesinato de Jesús porque su sed de sangre, de espectáculo, pudo más que la genuina esperanza en la venida del Reino de Dios. “Los jefes han conseguido inculcar a la masa las ideas que convienen a sus intereses”[5] porque tienen demasiadas cosas en común: su adhesión incondicional a la práctica del sacrificio humano “necesario”. En su primer libro sobre el tema, escribe Girard: “De igual manera que el cuerpo humano es una máquina de transformar el alimento en carne y en sangre, la unanimidad fundadora transforma la mala violencia en estabilidad y en fecundidad; por el mismo de producirse, por otra parte, esta unanimidad instala una máquina destinada a repetir indefinidamente su propia operación bajo una forma atenuada, el sacrificio ritual”.[6]
El cristianismo, por definición, es la religión que, mediante el anuncio de la cruz, anuncia la posibilidad y necesidad de desclavar a todos los crucificados de la historia, dicho de manera cristológica, siguiendo la profunda reflexión que ha hecho desde México, Bárbara Andrade:

En la cruz, el Hijo de Dios ha tomado sobre sí el mal y el sufrimiento en su propia muerte dolorosa e injusta, y por el Hijo el Padre ha sido incluido en el sufrimiento en la cruz. Este rasgo, subrayado en varias teologías de la cruz (Moltmann, Simonis, N. Hoffmann), es importante en el sentido de que plantea que nuestro sufrimiento le toca también a Dios y de que no se mantiene una contraposición entre un Dios “impasible” —o cruel y arbitrario— y su creatura sufriente. [...] Sin embargo, la teología de la cruz se vuelve problemática cuando opera con dos nociones: 1. La interpretación exclusiva del camino de Jesús a la cruz como voluntad del Padre o como entrega de Jesús por el Padre. Tal noción valora unilateralmente la categoría de “sacrificio”, cuando ésta es, en el NT, ni la única para la comprensión de la muerte de Jesús, ni la principal; 2. la explicación del sufrimiento como una categoría intradivina. Ésta, de hecho, recoge la teodicea en una forma nueva y la lleva al jaque mate: ¿puede protestarse en nombre del sufrimiento contra un Dios sufriente? También esta variante entra en conflicto con el anuncio de la fe. Dicho en las palabras de Karl-Josef Kuschel: “¿...es soportable un ...Dios que sufre con nosotros, pero que por amor y por puro respeto a la libertad se aguanta en sufrimiento impotente...?”.
Si tampoco por este camino avanzamos, no nos queda más que recoger la exigencia actual de una teología trinitaria de la cruz y orientarnos por el núcleo del anuncio cristiano: el Padre, como “el (que está) liberando” del sufrimiento y de la opresión, se ha mostrado en la cruz de su Hijo como “el (que está) resucitando”, es decir, el que es capaz de transformar un asesinato en el inicio eficaz de su “Reino” de la misericordia sin medida. Éste es su acto creador por excelencia y es el acto de un poder incomparable. El Padre es Dios en cuanto que transforma una sociedad violenta en una sociedad en la que él “habita” y en cuanto que desclava de la cruz a los crucificados como su Hijo. Ambas cosas juntas explican el poder de su misericordia sin medida y explican cómo es “por nosotros”. Este “por nosotros” apareció en el servicio de Jesús a favor del “Reino” — o de la “sociedad de contraste”—, en la que se sana, perdona y comparte. El Espíritu Santo concreta este mensaje nuclear de la fe: en cuanto Espíritu del Hijo crea en los creyentes —en los que están “llenos del Espíritu Santo”— el servicio incondicional de Jesús por el “Reino” de su Padre; y en cuanto Espíritu del Padre nos capacita para hacer lo que hace el Padre: desclavar a crucificados y así transformar nuestra sociedad en una sociedad en la que “habita” Dios.[7]

En este sentido, así resume Cota Meza las percepciones de Girard sobre la importancia del judeo-cristianismo, es decir, la religión bíblica, en este proceso opuesto a la sacrificialidad instituida:

La secuencia histórica del nacimiento del cristianismo a partir de los Evangelios representa el proceso en que el ser humano se libera de la necesidad de recurrir a la inmolación de chivos expiatorios para cerrar los conflictos y crisis de las comunidades, el momento en que el hombre se hace consciente de la inocencia de las víctimas. [...]
El Dios del monoteísmo está totalmente “desvictimizado”, mientras que el del politeísmo es resultado del hecho de existir muchas fundaciones victimarias, a partir de las cuales se revelan más y más dioses inexistentes, divinidades falsas pero también protectoras a pesar de todo y en razón del orden cuyo respeto sacrificial imponen. El judaísmo es el rechazo absoluto de la máquina de fabricar dioses porque en él Dios deja definitivamente de ser víctima y las víctimas ya no se divinizan. Esto es lo que llamamos Revelación.
Antes del judaísmo y el cristianismo, el mecanismo del chivo expiatorio era legitimado porque no se era consciente de él. Lo que hace el cristianismo, en la figura de Jesús, es denunciar tal mecanismo, dejando al descubierto lo que realmente es: un simple asesinato de una víctima inocente. Jesús nos recomienda imitarle a él más que al prójimo para protegernos de las rivalidades miméticas. Los textos más importantes de cara a la comprensión del mecanismo mimético son justamente los Evangelios.[8]

De modo que no se trata de estar siempre del lado de las que pasan por víctimas (como Carlos Salinas de Gortari cuando encarcelaron a su hermano), sino de arriesgar juicios basados en el discernimiento entre crucificadores y crucificados, entre opresores y oprimidos, victimarios y víctimas, y ser capaces de darnos cuenta de que estos lugares, en ocasiones, pueden ser intercambiables. Los soldados romanos aparecen en su pleno papel de victimarios, mientras que alrededor de Jesús se manifiesta un espacio en el que, por contraste, la victimización no sólo le gana simpatías por ser un “perdedor” sino porque su causa está del lado de la justicia y la humanidad sufriente, tal como se anunció en los “cánticos del Siervo” de Isaías. El título de Jesús en la cruz muestra el dilema de ser un soberano fallido en la tierra a los ojos de la humanidad y de aspirar a introducir definitivamente el Reino de Dios en el mundo. Los religiosos, a su vez, recurren al salmo 22 (“que lo libre ahora”, 27.42), sin imaginar que Jesús también apelará a ese texto más tarde.
La tierra se sacude precisamente cuando él grita desde lo profundo el abandono de su Dios, en abierta contradicción con su enseñanza y experiencia (Jon Sobrino). El Padre lo ve desde las alturas, como lo percibió San Juan de la Cruz y lo tradujo Dalí. San Juan tuvo la visión e hizo su dibujo en el convento de la Encarnación de Ávila, entre 1572 y 1577.

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El de Juan es un Cristo ascético, agonizante, que sugiere el temor religioso y la experiencia de lo numinoso; impresiona por su naturalismo, sus miembros retorcidos, su rostro que se impulsa hacia delante y sólo se sostiene por los brazos tensos casi a punto de quebrarse. Dos enormes clavos clavados a cada extremo del palo horizontal de la cruz, muestran con un  naturalismo soberbio que la crucifixión no ofrece una vista para el goce estético, sino una visión brutal y sangrienta. Los artificios del artista no encubren la barbarie y el horror de estar colgado en la cruz. [...]
La perspectiva única de Dalí procede del dibujo de Juan; descubre una intuición tanto artística como interpretativa, que ilumina la visión original de la experiencia misma de Cristo, tal como la percibió Juan. El reino superior queda claramente expresado en la perspectiva, adoptada por Dalí, de la visión del Cristo que se apareció a Juan, aunque Dalí evitó por completo el naturalismo de Juan; omitió la cara, los clavos, la corona de espinas, el aspecto sangriento de la crucifixión para crear así una imagen agradable a la vista. Pero Dalí ha añadido también algo nuevo, pues ha enmarcado estética y simétricamente la figura del Cristo dentro de un triángulo invisible cuya base la forma la barra horizontal de la cruz. Así, Dalí da entrada al elemento trinitario del simbolismo medieval, que está ausente en el dibujo de Juan. Además del triángulo, Dalí introduce un círculo invisible cuyo centro está en la cabeza del Cristo, y consiguientemente lo encerca con el símbolo medieval de la eternidad.[9]

Dios el Padre sufre junto, al lado de y en su Hijo el dolor de la cruz y de la muerte, pues se trata de un “Dios crucificado” que atiende, participa y “adopta” la muerte como algo suyo y, en ese sentido, “aprende, también, a morir”, como había aprendido a vivir gracias a los pasos de Jesús sobre la tierra. La recitación de la primeras palabras del salmo 22 continúa la angustia de la noche de Getsemaní y es la única expresión registrada por Mateo, pues concentra en sí misma el dramatismo de la experiencia de abandono que vive Jesús. Su agonía y muerte, cuyas consecuencias son expuestas como de naturaleza cósmica, abren un parteaguas en el seno de la divinidad debido a la crisis profunda y radical que conlleva: el mundo no podía permanecer indiferente ante ello, pero el clímax de la historia radica más bien en la aceptación de su divinidad por parte de un representante del imperio, quien vacía en esas palabras (“Verdaderamente éste era hijo de Dios”) el impacto de la vida y obra de Jesús en el corazón del imperio, que será vencido por el mensaje evangélico.
El siguiente episodio consistirá en la acción del Padre de resucitar a Jesús, es decir, desclavarlo, como modelo para la superación de todas las cruces de la historia.



[1] Carlos Mendoza Álvarez, “Pensar la esperanza como apocalipsis. Conversación con René Girard”, en Letras Libres, núm. , abril de 2008, www.letraslibres.com/index.php?art=12884.
[2] “Compromiso cristiano y participación ciudadana” (2 de 7), en http://frayish-comoopciondevida.blogspot.com/2007/06/compromiso-cristiano-y-participacin_20.html.
[3] Ramón Cota Meza, “El chivo expiatorio y los orígenes de la cultura”, en Letras Libres, 31 de julio de 2008, www.letraslibres.com/mexico/el-chivo-expiatorio-y-los-origenes-la-cultura
[4] R. Girard, “Las palabras clave de la pasión evangélica”, en El chivo expiatorio. 2ª ed. Barcelona, Anagrama, 2002, p. 142.
[5] J. Mateos y F. Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura comentada. Madrid, Cristiandad, 1981, p. 270.
[6] R. Girard, La violencia y lo sagrado. 3ª ed. Barcelona, Anagrama, 1995, p. 276.
[7] B. Andrade, “Algunas reflexiones sobre la ‘creación’ y el sufrimiento”, en Stauros. Teología de la cruz, núm. 40, segundo semestre, 2003, pp. 17-18.
[8] R. Cota Meza, op. cit., pp. 55-56.
[9] José C. Nieto, Místico, poeta, rebelde, santo: en torno a San Juan de la Cruz. México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 229, 230

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