sábado, 2 de mayo de 2009

Letra 113, 22 de febrero de 2009

¿UNA SOCIEDAD DEPRESIVA? (II)
Tony Anatrella

3. Un sentimiento de impotencia
Las personalidades actuales, enfermas de subjetivismo, corren el riesgo de vivir en un universo idealista y desencarnado, con un sentido de impotencia ante la difícil realidad de la vida. Ciertas personas pueden tener la sensación de experimentar sufrimientos y dificultades inusuales en la historia, cuando en realidad han sido propias de la condición humana. Es por esta razón que es más importante responder a la cuestión acerca del sentido que dar a la propia existencia, que llorar sobre la vida o tratar de huir de ella. Según la mentalidad contemporánea vivimos en una lógica de impotencia. El hombre actual tiende a presentarse como una víctima de la vida, de la sociedad y de la educación y se condena a sí mismo a no hacerse cargo de ellas. Vive también como un enfermo y se confía totalmente a la medicina, la cual debería encontrar el remedio a todos los problemas existenciales, cuando en realidad sólo puede curar enfermedades. Una ética de la angustia multiplica ciertas intervenciones sociales que intentan compensar lo que las personas no logran dominar y organizar en su interior. El ejemplo más indicativo es la activación de centros de emergencias psicológicas que pretenden solucionar accidentes o dramas personales, cuando en realidad las personas involucradas necesitan otras cosas, como por ejemplo: encontrar rápidamente una casa después de unas inundaciones. Este fenómeno atestigua la invasión de la sociedad que trata así de hacerse cargo de la vida subjetiva de las personas y de alistarlas en los seguros sociales.
El incremento de los suicidios (en los jóvenes y las personas ancianas), el aumento de las transgresiones a través del asalto a las personas, el deterioro y la destrucción de los lugares públicos, de los bienes y objetos para procurarse la impresión de existir erotizando la existencia, los discursos cínicos y asociales que circulan en los medios de comunicación dirigidos a los jóvenes, exaltando el carácter primario e impulsivo de las conductas, demuestran que no se sabe lo que hace la ley para asegurar el orden social. Y, finalmente, las separaciones golpean con una amplitud extraordinaria el universo conyugal y familiar. El divorcio, que aumenta constantemente, hace más débiles a las personas y favorece una alteración de la vida afectiva que no constituye ya un lugar de confianza y seguridad, tanto para los adultos como para los niños. En estas condiciones, muchos jóvenes no son estimulados para que trabajen en la unificación de su vida pulsional dado que la relación con el otro no aparece siempre como gratificante. Unos adultos no saben cómo tratar sus dificultades afectivas, los problemas de comunicación familiar, las etapas de la vida de una pareja, sino es rompiendo la relación ante la mínima dificultad. Hemos así entrado en una sociedad de la ruptura y de la separación. Basta un conflicto o un malentendido en la pareja para que cada uno piense que el otro ya no lo quiere y, por lo tanto, se separan. El divorcio, hecho cada vez más fácil por las leyes (que querían, sin embargo, limitarlo) se ha convertido de hecho en un recurso común. La ley, que crea la realidad social, ha acarreado en estos últimos años una justificación constante de este fenómeno que debilita a las personas y a la sociedad. Esta ruptura se ha vuelto un modelo para los jóvenes que ven a los adultos resolver sus problemas a través de la separación. Los jóvenes llegan a dudar de ellos mismos, a devaluar el compromiso y la estabilidad relacional, cuando en realidad aspirar a ello. La misma sociedad desvaloriza el compromiso y la estabilidad en el momento en que legitima las parejas de hecho, que no tienen el mismo valor que la pareja formada y comprometida en el matrimonio entre hombre y mujer. La sociedad crea las condiciones depresivas porque desestabiliza a las personas, las cuales no tienen ya confianza en sí mismas. Y podemos preguntarnos si ellas saben por qué viven, trabajan y se aman.

4. Una implosión psíquica
Cuando la sociedad no tiene suficientemente en cuenta los valores de la vida, crea en las personas incertidumbre y miedo. Éstas se vuelcan sobre sí mismas con la esperanza de hallar dentro de su propia interioridad psíquica aquello que la sociedad no les proporciona. Este repliegue sobre sí es, sin lugar a dudas, el reflejo de este despojo que la filosofía individualista ha sacado del liberalismo. De esa manera la persona es reenviada a su subjetividad y, al no encontrar ahí lo que busca, corre el riesgo de perder la propia unidad en el momento en que canaliza su búsqueda sobre aspectos parciales de sí misma. En efecto, vivimos en una sociedad dividida que propone puntos de referencias de los más contradictorios y que favorece, por otro lado, el surgir de personalidades fragmentadas y que tienen una fuerte dificultad para encontrar una unidad psicológica y moral. A falta de recursos culturales, morales y religiosos, las personalidades contemporáneas se vacían interiormente. Los niños y adolescentes viven a flor de piel, son excitables y presentan serias dificultades para concentrarse. Se quedan a menudo en una psicología sensorial y batallan para acceder a una psicología racional. La mayoría de las personas, tanto jóvenes como adultos, desarrollan una psicología imaginaria y frágil, que está más del lado de sus percepciones narcisista que del descubrimiento de la realidad. El más pequeño accidente los hiere y hunde, manifestando así la falta de resistencia ante las dificultades de la vida. Estas personalidades se organizan a veces alrededor de una imagen falsa de sí mismos, y se les hace difícil poseerse a sí mismas. Viven en las apariencias y fuera de su vida interior. Las modas de la sociedad actual no ayudan a las personas a elaborar los conflictos psíquicos que se producen entre las exigencias de la vida interior y las necesidades de la realidad. El proceso de interiorización es pobre y la vida interior queda sin cultivar cuando la persona, amarrada a su narcisismo y autosuficiencia, no logra integrar las riquezas culturales, religiosas y morales. Descuida estos recursos pensando que no los necesita. Cuentan sólo las apariencias, la imagen que se quiere proyectar de sí a través de modificaciones del cuerpo y con el deseo de ser reconocido por los demás. El sueño exagerado de algunos jóvenes de aparecer en alguna transmisión televisiva, que les deja creer que van a ser famosos, manifiesta su deseo de ser valorados precisamente cuando viven una profunda incertidumbre personal. Quieren ser vistos y notados corporalmente. […]
5. La angustia de vivir
En las crisis existenciales, la angustia es a menudo el primer padecimiento en experimentarse. La angustia de vivir, de saber si lo que se está haciendo tiene un valor, se expresa en estas dudas: “¿Para qué tantos esfuerzos?”, “¿para que sirve lo que se hace cada día?”, “¿para qué existo?”. El vértigo de la angustia invade e inhibe la mayor parte de las funciones psíquicas. Quejándose de la vida la persona se queja de sí misma, sobre todo porque percibe que pierde el sentido de su existencia. La angustia de vivir es un rasgo peculiar de la psicología humana que la literatura clínica de la vida psíquica ha sabido identificar. La psicoanalista Melanie Klein fue la primera que trató de determinar las raíces de esta angustia en el surgir del psiquismo del niño. La experiencia clínica y la elaboración teórica fueron confirmando los resultados de su investigación. Ella pudo así demostrar que, desde temprana edad, el niño está movido por pulsiones agresivas […]. Los primeros aspectos de su personalidad se manifiestan rápidamente en el modo en que se organiza a través de sus sensaciones, pese a la actitud positiva de sus padres. El niño pasa por períodos depresivos, no tanto en sentido clínico, sino porque le cuesta trabajo renunciar a ciertos objetos, por ejemplo el seno de la madre, para acceder a nuevos objetos. […] Es suficiente observar a los niños pequeños en los kinders que, si no son controlados por los adultos, se dejan llevar por su violencia contra sí mismos o los compañeros. Si un bebé tuviera a su disposición una bomba atómica para conseguir de inmediato su biberón, no demoraría en activarla. Afortunadamente el niño desarrollará maniobras defensivas para protegerse y desviar hacia el exterior esta agresividad pensando, por ejemplo, que la amenaza viene desde fuera, lo cual le permitirá dirigir su energía psíquica hacia sus padres y la realidad. El amor de los suyos lo tranquilizará, lo protegerá y le pondrá límites para decirle así que la vida es posible y propiciarle a la vez los medios para trazar su camino.

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