sábado, 2 de mayo de 2009

La oración de Jesús, oración del Reino, L. Cervantes-Ortiz

15 de marzo de 2009
1. Jesús y la oración
Jesús, igual que nosotros, recibió y aprendió un estilo para dirigirse a Dios en la oración. Asumió, como nosotros, que existen una serie de convenciones, es decir, leyes no escritas, que hay que cumplir. Practicó, como nosotros, esa forma de orar en los inicios de su camino de fe y respetó la tradición de su pueblo. Así, por ejemplo, iniciaba sus plegarias refiriéndose a Dios con los títulos de grandeza que se consideraban obligatorios: “Señor del cielo y de la tierra”, “Dios omnipotente”. Como nosotros, también, creyó que esa la manera adecuada de orar porque llevaba mucho tiempo establecida como normal, aceptable y teológicamente correcta. Jesús, además, aprendió que la oración debía practicarse en horarios y situaciones perfectamente determinadas. Aprendió, finalmente, que la oración debía ir acompañada de una gestualidad corporal determinada: inclinación, arrodillarse, eran las actitudes deseables para demostrar la orientación de la persona hacia Dios en su búsqueda de una sana relación con Él mediante la palabra.
Pero Jesús no se quedó atrapado por la práctica rutinaria de la oración, tal como la había aprendido. En continuidad con la tradición profética de Israel, Jesús comenzó a observar que dicha práctica adolecía de algunos problemas y se atrevió a señalar lo que consideraba necesario cambiar en dicha práctica. Según Jon Sobrino: “Hay que considerar también la desmitificación que Jesús hace de la oración concreta y los peligros inherentes históricamente a la oración, que observa y denuncia”.
[1] De ese modo, agrega Sobrino, señala cómo la oración farisea (Lc 18.11: “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres...”) es una negación de la alteridad necesaria para dirigirse a Dios; la oración de los hipócritas (Mt 6.5s) es sólo una manifestación externa para ganarse fama de personas justas; la oración llena de palabrería (Mt 6.7s), mágica y mecánica, no atiende al hecho de que Dios ya conoce la necesidad humana; la oración disociada de la praxis (Mt 7.21: “No basta con que me digan Señor, para entrar en el reino de los cielos...”) es una oración enajenante, patológica; la oración de los explotadores (Mt 12.38, 40: “Gente que devora los bienes de las viudas y se disfrazan tras largas oraciones...”), que suponen que pueden ocultar sus crímenes delante de Dios, es la oración convertida en mercancía.[2]
Lucas plantea la posibilidad de desmitologizar la oración (y a Jesús mismo) al presentar un episodio tan cotidiano y simbólico (y susceptible de ser reproducido por sus seguidores), cuando Jesús ora y, como resultado, se abren los cielos y desciende el Espíritu Santo (Lc 3.21). En consonancia con estos pasos, Jesús planteó, en su vida y acción, otra forma de orar que transmitió a sus discípulos, pues ellos mismos le solicitaron una oración propia del grupo. La respuesta es, por supuesto, el llamado “Padrenuestro”. En esa oración, hay dos peticiones centrales que gobiernan el espíritu de la oración de Jesús y de sus seguidores: la venida del Reino y la realización de la voluntad de Dios en todas partes. El resto de las peticiones es subsidiario de éstas debido a que la solicitud por necesidades específicas debe enmarcarse en la expectativa militante por que las dos primeras se cumplan. No es lo mismo pedir por el pan en condiciones marginales, que rogar por lograr comprar un coche último modelo... Jesús alabó este tipo de oración (Lc 11.9-13), pero lo cierto es que no se sabe con seguridad qué pensaba sobre las peticiones concretas:

Lo que de positivo aparece en la oración de petición y en la forma de hacerla es que esa oración de petición es la expresión de la pobreza teológica del hombre ante Dios. [...]
No se trata, por lo tanto, de buscar egocéntricamente lo que el hombre quiere, pues “el Padre ya sabe lo que necesitan”. De lo que se trata en la oración es de encontrar aquello que el Padre ya sabe. Eso es lo que hay que pedir que se vaya revelando y concediendo. [...] Pero la petición fundamental sólo puede ser una: “Hágase tu voluntad” (Mt 6.10). Por ello se condena la palabrería de la oración de los paganos: no porque no haya palabras que expresen deseos legítimos, sino porque en ellas no aparece la petición fundamental.
[3]

2. El Dios de Jesús, presupuesto de su oración
Acerca de la centralidad del Reino de Dios en la oración de Jesús, comenta Sobrino, planteando un magnífico punto de partida para el análisis:

Si el reino de Dios es el horizonte último de cualquier realidad cristiana, ¿qué puede significar [...] “oración por el reino de Dios? [...] Si el cristiano está siempre en camino al Padre, si Dios no es todavía todo en todo, ¿qué puede significar la búsqueda de la voluntad de Dios en la oración, en contraposición a la posesión de Dios, que parece implicar el “contacto con Dios”? Si el cristiano llega a serlo en la realización del reino de Dios, ¿cómo se puede distinguir la generalización de que toda la vida es oración de la contradictoria de que nada es oración?[4]

De las pocas oraciones de Jesús a cuyo contenido tenemos acceso en los evangelios, la de Lc 10.21 es particularmente aleccionadora porque se trata de una oración de alabanza y acción de gracias. La pronuncia en un momento crucial de su actividad, porque muestra cómo amplios círculos del pueblo, especialmente sus dirigentes, no están de acuerdo con su mensaje. Jesús agradece, entonces, la forma en que los “pequeños” lo han comprendido, mientras los sabios y grandes siguen si atenderlo. Jesús se alegra de que el Reino de Dios se realice entre los pequeños (nepiois), es decir, “se ha hecho posible lo que parecía imposible: han comprendido no aquellos que parecían comprender sino aquellos que parecían no comprender. Se introduce en la oración el elemento de escándalo que se repite constantemente en los evangelios, y que es imprescindible para acceder al Padre de Jesús, y no a cualquier divinidad. [...][Jesús habla de] un Dios “parcial” hacia los pequeños, alejado de una divinidad igualmente cercana o lejana a todos los hombres”.[5]
El Reino de Dios se estaba manifestando en esta inversión de valores que permite superar las diferencias sociales establecidas por las leyes humanas. Jesús alaba al Padre en esta nueva oración porque la petición del Padrenuestro ha comenzado a cumplirse y constata que ésa es la voluntad de Dios. Jesús está feliz porque va mostrando a todos, enemigos y seguidores, la forma en que el Reino de Dios se hace presente en el mundo. Es más, Jesús va desvelando el rostro del Dios del Reino también:

Significa salvación plenificante y liberación del pecado histórico; significa que Dios hace justicia, no tanto vindicativa sino creadoramente; significa que Dios es parcial y está en directo a favor de quienes nadie está a favor, y que la salvación de los poderosos sólo se puede lograr a través de su conversión a los oprimidos. Que Dios sea amor lo va concretando Jesús también en su propia persona, a través de su propia historia [...] Dios es para Jesús personalmente el padre amoroso, a quien llama con inusitada confianza abbá [...][6]

Para Jesús, el reino de Dios sólo podía experimentarse a partir de una nueva y revolucionaria imagen de Dios, aquél que escucha y responde las oraciones anhelantes de encontrar su voluntad a cada paso.
Notas
[1] J. Sobrino, La oración de Jesús y del cristiano. Bogotá, Paulinas, 1986, p. 19.
[2] Ibid., p. 23.
[3] Ibid., pp. 22-23. Énfasis agregado.
[4] Ibid., p. 17.
[5] Ibid., p. 29. Cf. X. Pikaza, “Cristo (2), Dios de los pequeños ¡Canto a la vida!”, en http://blogs.periodistadigital.com/xpikaza.php/2008/07/05/domingo-6-7-08-cristo-el-dios-de-los-peq.
[6] Ibid., pp. 53=54.

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