sábado, 2 de mayo de 2009

Letra 112, 15 de febrero de 2009

¿UNA SOCIEDAD DEPRESIVA? (I)
Tony Anatrella

Introducción
¿Puede una sociedad ser depresiva? Esta es la pregunta que se ha puesto como título provocativo a mi conferencia. ¿Puede la sociedad deprimirse como lo haría una persona que duda de sí misma, pierde el gusto por la realidad, se siente asténica y melancólica? La respuesta se impone por sí sola: son las personas quienes se deprimen y no las sociedades, las cuales son un reflejo de sus miembros. La sociedad, entonces, no es depresiva, sino las personas que, en contacto con ella, se deprimen cuando no logran canalizar su energía psíquica hacia la realidad.
En cambio, sabemos, desde la psiquiatría social, que la sociedad produce patologías sociales que, a su vez, repercuten sobre las personas según la situación de cada cual. El individualismo, el desempleo, el divorcio, la inseguridad, la ausencia de una verdadera educación, la carencia de transmisión del saber, de la cultura, de la moral y la vida de fe, y la inobservancia de las normas objetivas en ara del relativismo ético, no hacen más que debilitar las personalidades por falta de raíces y estabilidad existencial. De esa forma la sociedad puede agigantar los trastornos depresivos.
Examinaremos a continuación los siguientes tópicos: 1. La soledad depresiva: entre enfermedad y problemas existenciales, 2. Un mundo sin límites, 3. Un sentimiento de impotencia, 4. Una implosión psíquica y 5. La angustia de vivir

1. La soledad depresiva: entre enfermedad y problemas existenciales
El aumento de los estados depresivos en el mundo contemporáneo se ha convertido en algo preocupante. Pero, antes de describir la relación entre los dos, es preciso definir qué se quiere decir cuando se habla de depresión. En efecto, para diagnosticar, en sentido médico, la presencia de una depresión, debe haber una duración y una intensidad que manifiesta síntomas verificables: sufrimiento moral, duda acerca de sí mismo, rechazo de la vida, actividades mentales entorpecidas, pensamientos repetitivos y tristes, disgusto por la comida, alteración del
sueño, cansancio físico, aislamiento relacional, ideas negativas, ansiedad constante, llanto, incapacidad para trabajar y asumir la vida familiar. Cuando la persona se encuentra en estas condiciones es importante que acepte curarse. El recurso a los antidepresivos u otros tratamientos, (como la psicoterapia cuando es especialmente aconsejada) pueden ser medios valiosos para recupera la salud. En cambio, no se puede atribuir la curación a la simple asunción de medicamentos. Hay también en muchos casos, como lo atestigua la experiencia de personas deprimidas y la literatura, una fuerza interior que lleva al sujeto a desprenderse de aquel clima deletéreo en que se encuentra.
Por estas razones es necesario distinguir entre diferentes tipos de depresión. La depresión endógena está relacionada según se supone aunque sin tener todas las evidencias, con el equilibrio de la biología cerebral que puede condicionar el aparecer de los estados melancólicos. Las neurosis de angustia y los trastornos bipolares del humor, que antes se llamaban psicosis maníaco-depresivas, se encuentran a menudo a lo largo de varias generaciones de la misma familia. De todos modos, queda por verse cuál es la incidencia que tiene la parte biológica, el proceso de identificación, la capacidad de resistir las frustraciones y los fracasos de la vida, y el
medio ambiente. La cuestión permanece abierta ya que no se ha podido demostrar la existencia de un preciso fallo genético que ocasiona los trastornos del humor. Se trata sin duda de una relación sutil y la cuestión es compleja. En efecto, observamos que en ciertos casos, unas personas luchan más que otras para salir de su problema depresivo. Esto nos demuestra que el ser humano no está sistemáticamente supeditado a sus determinismos.
La depresión puede también ser de tipo reactivo. Puede surgir como consecuencia de problemas cuales: mudanzas, pérdida del empleo, fracasos, crisis conyugales, fallecimientos, divorcio, paso a otra edad de la vida, etc. Se trata a menudo de un suceso doloroso de la vida, pasajero, y que puede ser superado. La gente tiende a “medicalizar” los distintos problemas de la existencia en lugar de aceptar que cada cual puede vivir acontecimientos tristes y difíciles sin padecer por ello una depresión patológica.
Hay también otra forma de depresión, más sutil, que es con frecuencia expresión de una crisis existencial y que se manifiesta a veces en la adolescencia, entrando en la crisis de la mitad de la vida, al empezar la vejez. La vida se presenta sin una finalidad y un significado; aparece un sentimiento de impotencia. La persona se siente perdida y no sabe cómo asumir su existencia. Está triste y sin gusto por la vida. Esta depresión existencial parece manifestarse, como ha sucedido en otros períodos de la historia, a través de la dificultad para dar un sentido a la vida.
La melancolía y los estados depresivos, en el sentido médico que le damos en la actualidad, siempre han existido y ponen de manifiesto unas alteraciones de la biología cerebral y del psiquismo. La crisis existencial que provoca “el mal de vivir” es inherente a la condición humana y es el resultado de una seria de cuestiones a las que la persona está llamada a dar una respuesta, con el apoyo de la sociedad y también de la Iglesia.

2. Un mundo sin límites
Hoy día, la persona se encuentra dejada cada vez más sola consigo misma, en una sociedad que le hace creer que puede decidir únicamente en nombre de su experiencia, de sus exigencias subjetivas y de los intereses del momento. De esa forma el niño se hace maestro de su propia educación, en detrimento de la necesaria transmisión del saber. Todo adulto asume el papel de dictaminar acerca de la vida y la muerte, con el poder de decidir sobre el aborto, el suicidio o la eutanasia, al margen del derecho natural, es decir, de los valores universales y del bien común de la humanidad. Se trata a menudo de respuestas de muerte ante situaciones difíciles, en momentos dramáticas, de la existencia humana. Nos encontramos ante un vuelco de los valores
cuando se lucha, y con justa razón, contra la pena de muerte, y por otro lado se reivindica la facultad de matar a un niño en gestación, a un enfermo, en el nombre del “derecho de morir con dignidad”. Esta reivindicación de la muerte provoca efectos colaterales sobre la sociedad que llega a desvalorizar la vida en la psicología de sus miembros, especialmente de los más jóvenes.
El actual universo cultural nos quiere dar a entender que todo nos es posible, que vivimos en un mundo sin límites y que cada cual puede decidir según sus deseos. Esto trae como consecuencia la de magnificar el individualismo, pero también el riesgo de provocar una parálisis de los deseos ante tal omnipotencia.
El contexto sociocultural favorece el “mal de vivir” y la depresión existencial, como ya lo había indicado en mi libro Non à la société dépressive2. Yo demostraba ahí como el ambiente, desde el momento en que no se propone ya como soporte, deja que la persona se convierta en su propio punto de referencia. De esa forma la sociedad exalta el individualismo, es decir, el sujeto que se hace su propio proyecto personal (que tiene su aspecto positivo) y que fija sus propias normas (lo cual plantea muchos problemas). Sin embargo, cuando la persona no logra realizarse dentro de este modelo individualista, corre el riesgo de devaluarse, experimentando un sentido de fracaso. La libertad individual, la seducción de las relaciones sociales, el deseo de presentar una
buena imagen de sí mismo, la identificación con la juventud y el rechazo del mínimo signo de envejecimiento, se han transformado en las nuevas normas. (...)
La sociedad consumista desvirtúa asimismo el sentido de la felicidad haciendo creer que se encuentra en el consumo, la posesión de bienes y la satisfacción inmediata. Favorece una confusión entre la felicidad y el bienestar, que no son, obviamente, lo mismo. Las políticas, las campañas publicitarias y las trasmisiones televisivas prometen una felicidad que se encuentra en la pronta satisfacción de los deseos. La felicidad no es simplemente un deseo, sino una deber. Es preciso ser felices, dinámicos y realizados: son éstos los criterios de selección de las carreras
profesionales. Aquel que no logra alcanzar este estatus es marginado de la vida social. Se enoja, entonces, consigo mismo, se devalúa y piensa que no está a la altura de lo que se le pide. La sociedad tiende así a reemplazar la culpabilidad psíquica y la noción de pecado, con el desprecio de uno mismo. Para mantener un ambiente eufórico se llega a crear nuevas fiestas comerciales cuando en realidad están vacías de sentido y de un ritual estructurante.

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