sábado, 2 de mayo de 2009

Esperanza cristiana para la vida diaria, L. Cervantes-Ortiz

21 de marzo de 2009
1. Las fuentes: ¿de dónde surge la esperanza?
Tengo la esperanza puesta en… La esperanza muere al último... Aún me queda la esperanza... Son frases a las que acudimos muchas veces sin pensar y que se escuchan con cierta frecuencia para expresar la ansiedad y el deseo profundo de que las cosas cambien por alguna razón misteriosa o den un vuelco favorable inesperado, especialmente cuando nos vemos atenazados o sometidos a una cadena de sucesos que no corresponden con lo que hemos planeado o esperado. La esperanza puede ser muchas cosas a la vez: una actitud hacia la vida, una manera de situarse para responder ante los hechos adversos o incluso una disposición psicológica capaz de levantar el ánimo en medio de las peores circunstancias. También se trata de una herramienta espiritual para afrontar los
Una pregunta que podemos hacernos acerca de ella es de dónde la extraemos, es decir, de dónde brota la esperanza como si se tratase de un manantial, acaso inagotable, al que recurrimos para obtener nuevas fuerzas y ánimos ante las derrotas, las crisis o los problemas. Porque dependiendo de dónde venga esa esperanza, es posible evaluar su calidad y la forma en que nos sostendrá en medio de todo. A veces se deposita la esperanza en personas, pero debido a nuestra condición, por así llamarla, impredecible, las decepciones están a la orden del día. Otras ocasiones la colocamos en instituciones u organismos que también pueden producir la sensación de que no nos fallarán en los momentos precisos, o quizá confiamos también en la orientación casuística que seguirán los acontecimientos. Quedamos, en este caso, y casi siempre, a merced del rumbo que toma el azar en cuyas manos, presentimos, estamos sin remedio. Entonces es cuando la esperanza lucha entre su naturaleza casi abstracta y la forma que le vamos dando al imaginar los escenarios más positivos que podemos. Nos ponemos a soñar irreflexivamente...
La esperanza, experimentada en clave religiosa, también se ha desgastado, entre otras razones, a causa de la manera tradicional en que se experimenta, pues cuando procede de una mezcla entre sentimientos positivos y ansias de mejorar, se parece más al deseo de que, mágicamente, las cosas se orienten hacia donde lo deseamos. Por eso es necesario revisar constantemente las fuentes de nuestra esperanza para verificar si, efectivamente, la estamos considerando como el motor que mueve nuestra vida o si, tristemente, nos asumimos como hojas llevadas por el viento. En ese sentido, las palabras del Nuevo Testamento no se alejan mucho de la imagen general que tenemos de la esperanza, pues la define como aquello que, sin verlo, es capaz de sostenernos en medio de nuestras luchas y conflictos: “Porque la esperanza que se ve no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿para qué esperarlo?” (Romanos 8.24).
Como escribe Josep Vives:

La esperanza cristiana no nace de la realidad tal como nos es dada, tal como se ofrece a nuestra consideración natural e inmediata de las cosas. Nace de la realidad mirada en toda su profundidad a la luz de la fe. Podemos tener todavía esperanza en el mundo, porque la fe nos dice que Dios lo ama y que Dios quiere hacer todavía en este mundo una manifestación de su poder salvador en nosotros y con nosotros. De esta seguridad de fe nace la esperanza cristiana; no de un mero análisis de la realidad humana, de un cálculo de posibilidades naturales que nos hacen ver que hay muchas posibilidades de salir adelante si nos ponemos a la obra.
[1]

2. El contenido: ¿qué fundamenta nuestra esperanza?
Cuando se acepta que se vive con esperanza, un siguiente paso sería apreciar y evaluar el contenido de la misma. Ya hemos dicho que puede depositarse en personas: al hacerlo, confiamos en la calidad humana y en los valores de las mismas, y entonces el contenido son ellas mismas, como seres humanos falibles y sin garantía absoluta de falla, fracaso o cansancio. Lo que sí queda claro es que la esperanza es algo externo a nosotros y que su contenido es esencial para la sobrevivencia del ánimo y las ganas de seguir adelante. Por eso el Nuevo Testamento canaliza la esperanza hacia el Creador y su mediador humano, Jesucristo. San Pablo afirma, por ello: “”Porque en esperanza fuimos salvos”, es decir, la acción redentora de Jesús tiene su punto de partida, paradójicamente, en la profunda esperanza del ser humano en que el propio Dios intervendría en la historia para cambiar el curso de las cosas, orientadas en su mayor parte negativamente, para que a partir de esa intervención la misma esperanza humana tenga un contenido que le posibilite volver a ser el motor de la existencia. La intuición que expresamos, a veces sin mucha seguridad, al decir: “pues ya sólo me queda la esperanza en que Dios haga algo”, recupera sólo parcialmente el enorme potencial del que hablan las Escrituras al referirse a la esperanza como un valor firme que, este sí, resulta una auténtica garantía de la acción divina en nuestras vidas.
Cuando Pablo afirma, en medio de su reflexión sobre la justificación por la fe, que “nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Romanos 5.2), el apóstol cristiano está tratando de construir una plataforma vital que ayude a las personas a situar el contenido de su esperanza no de una manera falsa (por eso es tan elocuente la otra frase: “no abrigar falsas esperanzas” en algo que no se va a cumplir). El mayor contenido de la esperanza humana según el Nuevo testamento es la seguridad de la acción divina en el mundo a través de Jesucristo. Esa es la premisa básica de la esperanza, pues rebasa el ámbito estrictamente religioso para proyectarse hacia todos los espacios de la vida. Por ello esperanza no debería ser sinónimo de enajenación, religiosidad externa o pensamiento firmemente positivo, pues el contenido de esa esperanza es fácilmente desmontable. La acción de Dios en Jesucristo es una fuente de esperanza cuyo contenido jamás decepcionará a nadie, aunque eso, sí, exige de las personas un compromiso firme con la causa y el esfuerzo de Jesús por redimir y liberar, justamente de los contenidos parciales e incompletas de otras formas de esperanza que, tarde o temprano, causarán una profunda y dolorosa decepción.
El contenido de la esperanza tiene un valor muy importante porque es justamente aquello en donde se deposita la fuerza del corazón, el impulso más hondo de lo que uno es, en suma, la totalidad del ser puesta delante de la fuente suprema de la esperanza.

3. Los alcances: ¿hasta dónde llega nuestra esperanza?
Una lamentable confusión que ha propiciado la interpretación más peligrosamente enajenante del cristianismo consiste en el hecho de creer que la esperanza cristiana solamente funciona cuando nos abre las puertas de “la otra vida”, es decir, que únicamente tiene la capacidad de ofrecer la llamada “vida eterna”. La esperanza cristiana, hay que decirlo, es todo lo contrario de una ideología alienante, desmovilizadora, apegada solamente al futuro más allá de la muerte. Definitivamente no es esta la imagen que el Nuevo Testamento quiere dar de la esperanza, pues como explica Vives:

La esperanza no es, pues, una droga alienante, "el soñar del hombre despierto", que dijera ya el pagano Aristóteles. Al contrario, la fe en Dios y la comunión en el amor de Dios nos estimulan a la máxima responsabilidad. No nos dejan resignarnos con el mundo tal como es; nos hacen disconformes con él, tal como Dios está disconforme con este mundo marcado por el pecado y la injusticia. Es esta disconformidad de Dios mismo con el mundo lo que hace que podamos esperar un mundo mejor y lo que hace que luchemos por un mundo mejor. (Idem)

La esperanza cristiana es un recurso para la vida diaria, pues sus varios niveles, efectivamente engloban desde la mayor consumación de la misma, en el acto redentor de Dios en Cristo, hasta los sucesos cotidianos en los que hemos de movernos con particular certeza en las cosas que hacemos. Vivir con esperanza en la mirada consiste en moverse adecuadamente en el balance entre las grandes y las pequeñas realidades, pues en todas ellas podemos encontrarnos a cada paso con el rostro de un Dios que nos otorga un sí persistente, es decir, capaz de rescatarnos de la desesperanza, justamente la situación opuesta a lo que venimos aludiendo aquí, pues la situación actual es muy probable que nos orille a recurrir a otras formas de aliento y entusiasmo. Por todo ello, podemos recordar la forma en que el propio apóstol Pablo coloca a la esperanza junto a la fe y el amor, las otras llamada “virtudes teologales”. La esperanza, agrega, “no avergüenza”, precisamente cuando el amor de Dios es, literalmente, “vaciado” en los corazones de quienes están dispuestos a asumirlo como razón de ser de su vida.
De ahí que pueda brotar un canto realista, profundo y desafiante:

Tenemos esperanza
Porque Él entró en el mundo y en la historia;
porque Él quebró el silencio y la agonía;
porque llenó la tierra de su gloria;
porque fue luz en nuestra noche fría.
Porque nació en un pesebre oscuro;
porque vivió sembrando amor y vida;
porque partió los corazones duros
y levantó las almas abatidas.
Estr.:Por eso es que hoy tenemos esperanza;
por eso es que hoy luchamos con porfía;
por eso es que hoy miramos con confianza,
el porvenir en esta tierra mía.
Porque atacó a ambiciosos mercaderes
y denunció maldad e hipocresía;
porque exaltó a los niños, las mujeres
y rechazó a los que de orgullo ardían.
Porque El cargó la cruz de nuestras penas
y saboreó la hiel de nuestros males;
porque aceptó sufrir nuestra condena,
y así morir por todos los mortales.
Estr.Porque una aurora vio su gran victoria
sobre la muerte, el miedo, las mentiras;
ya nada puede detener su historia,
ni de su Reino eterno la venida[2]

Federico Pagura y Homero Perera (Argentina)
Notas
[1] J. Vives, “Esperanza cristiana y compromiso liberador” en www.mercaba.org/Fichas/ESPERANZA/633-2.htm.
[2] www.webselah.com/new/verrecurso.asp?CodigoDeItem=1137.

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