9 de diciembre, 2007
1. María, el protestantismo y la Navidad
La figura de María de Nazaret, la madre de Jesús, es difícil de digerir para el protestantismo. Como bien subraya el evangélico peruano Abel García, no es algo que llame la atención en el medio evangélico, no es parte de “nuestra tradición”.[1] La fuerte devoción mariana (y guadalupana) ha hecho que los protestantes seamos una rara especie que insiste, todavía, en que no existe ni existió forma alguna de co-participación salvífica por su parte y que, para llegar a Dios, no se requiere otra intermediación que la de Jesucristo. Dondequiera se escucha, para explicar la devoción por ella, que como madre que es, tiene, indudablemente, un “derecho de picaporte” para convencer a su hijo de responder a las demandas de los creyentes (ad Jesum per Mariam), como si se tratara de mover influencias para convencerlo… Porque ni es la segunda Eva, ni tampoco la mujer de Apocalipsis 12, “vestida del sol”, con quien se le ha querido comparar arbitrariamente. Pero María sigue ahí, esperándonos a los protestantes, hombres y mujeres, que efectivamente no la hemos ubicado correctamente en el espectro de nuestras preferencias y con ello hemos perdido un elemento bíblico más de acceso a una comprensión más amplia de los orígenes del Evangelio. Últimamente le ha ganado en difusión María Magdalena gracias al morbo provocado por El código Da Vinci y otros libros y películas. La figura de María como madre devota se ha impuesto sobre la de ella como creyente, discípula de Cristo que pasó por un periodo de incredulidad. Obviamente, esa comprensión, literalmente, no vende mucho.
Un libro monumental de Marina Warner, Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la Virgen María, explora exhaustivamente este símbolo religioso y cultural de todas las épocas desde todos sus aspectos, sin dejar de advertir la forma en que ha sido utilizado, paradójicamente, para subyugar a las mujeres en nombre de una supuesta y absoluta sumisión a la voluntad de Dios, quien invadió su intimidad para hacerla partícipe de la historia de la salvación. Una de sus conclusiones es estremecedora: “La Virgen María no es el arquetipo innato de la naturaleza femenina, el sueño encarnado; es el instrumento de una dinámica argumental de la Iglesia Católica acerca de la estructura de la sociedad, presentada como un código dado por Dios. […] Pero la realidad que su mito describe se acabó. El código moral que ella afirma se ha agotado”.[2] A los protestantes tampoco nos va muy bien: “Aunque María no puede ser un modelo para la Nueva Mujer, una diosa es mejor que ninguna diosa, pues el mundo de la religión protestante, de gustos sobriamente masculinos, es, con todo, muy semejante a un club de caballeros al cual las señoras sólo son admitidas en días especiales”.[3] Desde el concilio de Éfeso (431), luego de un fuerte debate teológico, cuando se aprobó su título de madre de Dios (theotokos). podría hablarse de algo así como la marianización del cristianismo, hasta la Reforma, en que podría apreciarse una especie de desmarianización de la fe, esta presencia bíblica resulta complicada en su interpretación y aplicación. Juan Pablo II recordó muy bien cómo Lutero se ocupó de analizar el cántico de María en un célebre texto de 1521 en donde dice que “ella quiere ser el ejemplo más grande de la gracia de Dios para impulsar a todos a la confianza y a la alabanza de la gracia divina”.[4]
2. María, modelo de fe anclada en la historia
La fe de María expresada en el cántico de Lucas 1 (el Magnificat) tiene una historia doble: primero, porque responde adecuada y exactamente a la tradición de fe de su pueblo, y segundo, porque expresa el proceso experimentado por ella como creyente en Jesucristo. En otras palabras, María también tuvo que convertirse a Jesús y practicar el seguimiento suyo con la esperanza puesta en la venida futura del reino de Dios. María, como discípula de su hijo carnal, participa dentro del pueblo de Dios como una creyente y testiga más, sin ninguna diferencia, mérito o superioridad, aquello que Pablo criticaba tanto a los súper apóstoles. María, en una actitud de humildad, a posteriori, recibió ay aprendió que la fe en Jesús, como Hijo de Dios y redentor de la humanidad, le permitió participar de las bendiciones anunciadas por Dios desde la antigüedad. De ahí que cuando ella retoma las palabras de Ana, la madre de Samuel, y se las aplica a su propia persona, la invasión de Dios y el trastorno físico, existencial, emocional, conyugal y familiar de que fue objeto al convertirse en la elegida de Dios para ser el vehículo de la encarnación de Dios en el mundo, se transforma en un acto profético-literario de conexión con la historia de su pueblo. María va a demostrar con el cántico, que estuvo en posibilidades de comprender e interpretar, con la ayuda textual de un cántico antiguo de gratitud a Dios, cómo la gestación de este nuevo ser fue el preámbulo de una nueva intervención divina en la historia conflictiva de la humanidad. Con la enorme diferencia de que ahora Dios mismo caminará en los pasos de su Hijo en el mundo.
Si se hiciera una encuesta entre las mujeres evangélicas acerca de ella como modelo de mujer creyente, seguramente habría muchas sorpresas dado que ella ha sido excluida del catálogo de modelos de fe, pues como comenta Ineke Bakker, los protestantes, “temiendo ir en contra de la dignidad de Jesucristo, no se atreven a reconocer la dignidad de María como tal”.[5] Las teólogas católicas Ivone Gebara y María Clara L. Bingemer trabajaron con mucha sensibilidad el tema de la encarnación en María y hacen algunas puntualizaciones fundamentales:
El reconocimiento de María, imagen del pueblo fiel, como especial morada de Dios, es la expresión máxima del misterio de la encarnación y la expresión más original del cristianismo surgido del movimiento inicial de Jesús.
La afirmación “Dios se hizo carne” debe ser completada por otra del mismo valor teológico: “Dios nace de una mujer”. Ambas significan un paso o salto cualitativo extraordinario en la conciencia histórica de la relación de la humanidad con Dios. El descubrimiento de que ya no es preciso buscarlo en la observancia cultual estricta o en la letra de la ley, sino en el más indigente de los hombres y mujeres, suscita en los seguidores de Jesús una revolución de consecuencias históricas que se prolongan hasta nuestros días. […]
La encarnación es fundamentalmente la experiencia que cada mujer y cada hombre, sustentados por una comunidad de fe, hacen de Dios presente en la fragilidad de la carne humana, de forma que Dios está en el otro y en mí, y se torna en llamada de conversión de vida en el otro y en mí. […]
Para una antropología teológica realista, Dios asumió la carne de toda la humanidad desde la creación, aunque el conocimiento de esa maravillosa realidad haya alcanzado su expresión madura en el movimiento de Jesús.[6]
Y subrayan: “Por eso, desde el punto de vista del mensaje teológico del Nuevo Testamento, el nuevo pueblo no nace de una relación sexual entre un hombre y una mujer. De esa relación nacen biológicamente otros hombres y mujeres, pero no el pueblo de Dios, los hijos de Dios, los servidores fieles del Señor. Se trata aquí de una lectura teológica del nacimiento de alguien y de un pueblo”.[7]
1. María, el protestantismo y la Navidad
La figura de María de Nazaret, la madre de Jesús, es difícil de digerir para el protestantismo. Como bien subraya el evangélico peruano Abel García, no es algo que llame la atención en el medio evangélico, no es parte de “nuestra tradición”.[1] La fuerte devoción mariana (y guadalupana) ha hecho que los protestantes seamos una rara especie que insiste, todavía, en que no existe ni existió forma alguna de co-participación salvífica por su parte y que, para llegar a Dios, no se requiere otra intermediación que la de Jesucristo. Dondequiera se escucha, para explicar la devoción por ella, que como madre que es, tiene, indudablemente, un “derecho de picaporte” para convencer a su hijo de responder a las demandas de los creyentes (ad Jesum per Mariam), como si se tratara de mover influencias para convencerlo… Porque ni es la segunda Eva, ni tampoco la mujer de Apocalipsis 12, “vestida del sol”, con quien se le ha querido comparar arbitrariamente. Pero María sigue ahí, esperándonos a los protestantes, hombres y mujeres, que efectivamente no la hemos ubicado correctamente en el espectro de nuestras preferencias y con ello hemos perdido un elemento bíblico más de acceso a una comprensión más amplia de los orígenes del Evangelio. Últimamente le ha ganado en difusión María Magdalena gracias al morbo provocado por El código Da Vinci y otros libros y películas. La figura de María como madre devota se ha impuesto sobre la de ella como creyente, discípula de Cristo que pasó por un periodo de incredulidad. Obviamente, esa comprensión, literalmente, no vende mucho.
Un libro monumental de Marina Warner, Tú sola entre las mujeres. El mito y el culto de la Virgen María, explora exhaustivamente este símbolo religioso y cultural de todas las épocas desde todos sus aspectos, sin dejar de advertir la forma en que ha sido utilizado, paradójicamente, para subyugar a las mujeres en nombre de una supuesta y absoluta sumisión a la voluntad de Dios, quien invadió su intimidad para hacerla partícipe de la historia de la salvación. Una de sus conclusiones es estremecedora: “La Virgen María no es el arquetipo innato de la naturaleza femenina, el sueño encarnado; es el instrumento de una dinámica argumental de la Iglesia Católica acerca de la estructura de la sociedad, presentada como un código dado por Dios. […] Pero la realidad que su mito describe se acabó. El código moral que ella afirma se ha agotado”.[2] A los protestantes tampoco nos va muy bien: “Aunque María no puede ser un modelo para la Nueva Mujer, una diosa es mejor que ninguna diosa, pues el mundo de la religión protestante, de gustos sobriamente masculinos, es, con todo, muy semejante a un club de caballeros al cual las señoras sólo son admitidas en días especiales”.[3] Desde el concilio de Éfeso (431), luego de un fuerte debate teológico, cuando se aprobó su título de madre de Dios (theotokos). podría hablarse de algo así como la marianización del cristianismo, hasta la Reforma, en que podría apreciarse una especie de desmarianización de la fe, esta presencia bíblica resulta complicada en su interpretación y aplicación. Juan Pablo II recordó muy bien cómo Lutero se ocupó de analizar el cántico de María en un célebre texto de 1521 en donde dice que “ella quiere ser el ejemplo más grande de la gracia de Dios para impulsar a todos a la confianza y a la alabanza de la gracia divina”.[4]
2. María, modelo de fe anclada en la historia
La fe de María expresada en el cántico de Lucas 1 (el Magnificat) tiene una historia doble: primero, porque responde adecuada y exactamente a la tradición de fe de su pueblo, y segundo, porque expresa el proceso experimentado por ella como creyente en Jesucristo. En otras palabras, María también tuvo que convertirse a Jesús y practicar el seguimiento suyo con la esperanza puesta en la venida futura del reino de Dios. María, como discípula de su hijo carnal, participa dentro del pueblo de Dios como una creyente y testiga más, sin ninguna diferencia, mérito o superioridad, aquello que Pablo criticaba tanto a los súper apóstoles. María, en una actitud de humildad, a posteriori, recibió ay aprendió que la fe en Jesús, como Hijo de Dios y redentor de la humanidad, le permitió participar de las bendiciones anunciadas por Dios desde la antigüedad. De ahí que cuando ella retoma las palabras de Ana, la madre de Samuel, y se las aplica a su propia persona, la invasión de Dios y el trastorno físico, existencial, emocional, conyugal y familiar de que fue objeto al convertirse en la elegida de Dios para ser el vehículo de la encarnación de Dios en el mundo, se transforma en un acto profético-literario de conexión con la historia de su pueblo. María va a demostrar con el cántico, que estuvo en posibilidades de comprender e interpretar, con la ayuda textual de un cántico antiguo de gratitud a Dios, cómo la gestación de este nuevo ser fue el preámbulo de una nueva intervención divina en la historia conflictiva de la humanidad. Con la enorme diferencia de que ahora Dios mismo caminará en los pasos de su Hijo en el mundo.
Si se hiciera una encuesta entre las mujeres evangélicas acerca de ella como modelo de mujer creyente, seguramente habría muchas sorpresas dado que ella ha sido excluida del catálogo de modelos de fe, pues como comenta Ineke Bakker, los protestantes, “temiendo ir en contra de la dignidad de Jesucristo, no se atreven a reconocer la dignidad de María como tal”.[5] Las teólogas católicas Ivone Gebara y María Clara L. Bingemer trabajaron con mucha sensibilidad el tema de la encarnación en María y hacen algunas puntualizaciones fundamentales:
El reconocimiento de María, imagen del pueblo fiel, como especial morada de Dios, es la expresión máxima del misterio de la encarnación y la expresión más original del cristianismo surgido del movimiento inicial de Jesús.
La afirmación “Dios se hizo carne” debe ser completada por otra del mismo valor teológico: “Dios nace de una mujer”. Ambas significan un paso o salto cualitativo extraordinario en la conciencia histórica de la relación de la humanidad con Dios. El descubrimiento de que ya no es preciso buscarlo en la observancia cultual estricta o en la letra de la ley, sino en el más indigente de los hombres y mujeres, suscita en los seguidores de Jesús una revolución de consecuencias históricas que se prolongan hasta nuestros días. […]
La encarnación es fundamentalmente la experiencia que cada mujer y cada hombre, sustentados por una comunidad de fe, hacen de Dios presente en la fragilidad de la carne humana, de forma que Dios está en el otro y en mí, y se torna en llamada de conversión de vida en el otro y en mí. […]
Para una antropología teológica realista, Dios asumió la carne de toda la humanidad desde la creación, aunque el conocimiento de esa maravillosa realidad haya alcanzado su expresión madura en el movimiento de Jesús.[6]
Y subrayan: “Por eso, desde el punto de vista del mensaje teológico del Nuevo Testamento, el nuevo pueblo no nace de una relación sexual entre un hombre y una mujer. De esa relación nacen biológicamente otros hombres y mujeres, pero no el pueblo de Dios, los hijos de Dios, los servidores fieles del Señor. Se trata aquí de una lectura teológica del nacimiento de alguien y de un pueblo”.[7]
3. María, mujer profética
El cántico de María es un ejercicio de relectura y actualización de la intervención de Dios en la historia, partiendo del antiguo cántico de 1 Samuel 2. Las ligeras modificaciones constituyen la aportación propia de la creyente que asume las palabras del viejo poema con una nueva proyección de fe histórica, en la tradición de las mujeres de Israel, silenciadas o invisibilizadas en la “historia seria”, pero reivindicadas por la microhistoria afectiva, emocional y poética. La primera parte (vv. 46b-47), de carácter doxológico, celebratorio, expresa la fe individual en Dios como redentor. La segunda (vv. 48-50) relaciona la situación personal de bajeza, vivida desde las formas de marginación como persona sometida, con la intervención divina en una vida común y corriente que ahora es conectada, literal y simbólicamente, con la gran corriente de la actuación de Dios en el mundo. Una cotidianidad estrecha, reducida a lo doméstico, es colocada en la vorágine de los tiempos, en el centro de la acción divina a favor de la humanidad. La bienaventuranza producida por Dios en esta vida concreta, alcanza una relevancia inesperada que le permite a la hablante percibir un nuevo rostro de Dios. La tercera sección (vv. 51-55) manifiesta la nueva comprensión de las acciones divinas, mediante la afirmación de la inversión de los valores predominantes en el mundo: Dios otorga privilegios a los de abajo, a los humildes y hambrientos, y golpea los intereses de los poderosos. Es teología de la liberación en su expresión más pura: si María dijese esto hoy en las iglesias, seguramente sería silenciada y condenada por los censores. María no se sale de la norma o la tradición, pues éstas indican que la política de Dios siempre ha sido así, pues en estricto sentido no hay nada nuevo, acaso los oídos necios de los creyentes para poner en práctica las consecuencias de esta “opción preferencial”. Las proezas de Dios siguen siempre la misma orientación liberadora, tal como lo experimentó Israel en la antigüedad, así como lo anunció al padre Abraham (y a Agar e Ismael…, habría que agregar).
La continuación del cántico de María será la lectura de Jesús en la sinagoga de Nazaret: el programa liberador de Dios puesto en marcha por el Hijo mismo en la historia, capaz de modificar las relaciones humanas según la voluntad de Dios mismo. Una línea de acción que hoy las iglesias deben retomar en su espíritu más profundo. Ésa es la médula de la celebración que estamos comenzando de aquello que llamamos Navidad, es decir, la consumación de un paso más en la encarnación absoluta de Dios en medio de la historia y la necesidad humanas.
El cántico de María es un ejercicio de relectura y actualización de la intervención de Dios en la historia, partiendo del antiguo cántico de 1 Samuel 2. Las ligeras modificaciones constituyen la aportación propia de la creyente que asume las palabras del viejo poema con una nueva proyección de fe histórica, en la tradición de las mujeres de Israel, silenciadas o invisibilizadas en la “historia seria”, pero reivindicadas por la microhistoria afectiva, emocional y poética. La primera parte (vv. 46b-47), de carácter doxológico, celebratorio, expresa la fe individual en Dios como redentor. La segunda (vv. 48-50) relaciona la situación personal de bajeza, vivida desde las formas de marginación como persona sometida, con la intervención divina en una vida común y corriente que ahora es conectada, literal y simbólicamente, con la gran corriente de la actuación de Dios en el mundo. Una cotidianidad estrecha, reducida a lo doméstico, es colocada en la vorágine de los tiempos, en el centro de la acción divina a favor de la humanidad. La bienaventuranza producida por Dios en esta vida concreta, alcanza una relevancia inesperada que le permite a la hablante percibir un nuevo rostro de Dios. La tercera sección (vv. 51-55) manifiesta la nueva comprensión de las acciones divinas, mediante la afirmación de la inversión de los valores predominantes en el mundo: Dios otorga privilegios a los de abajo, a los humildes y hambrientos, y golpea los intereses de los poderosos. Es teología de la liberación en su expresión más pura: si María dijese esto hoy en las iglesias, seguramente sería silenciada y condenada por los censores. María no se sale de la norma o la tradición, pues éstas indican que la política de Dios siempre ha sido así, pues en estricto sentido no hay nada nuevo, acaso los oídos necios de los creyentes para poner en práctica las consecuencias de esta “opción preferencial”. Las proezas de Dios siguen siempre la misma orientación liberadora, tal como lo experimentó Israel en la antigüedad, así como lo anunció al padre Abraham (y a Agar e Ismael…, habría que agregar).
La continuación del cántico de María será la lectura de Jesús en la sinagoga de Nazaret: el programa liberador de Dios puesto en marcha por el Hijo mismo en la historia, capaz de modificar las relaciones humanas según la voluntad de Dios mismo. Una línea de acción que hoy las iglesias deben retomar en su espíritu más profundo. Ésa es la médula de la celebración que estamos comenzando de aquello que llamamos Navidad, es decir, la consumación de un paso más en la encarnación absoluta de Dios en medio de la historia y la necesidad humanas.
Notas
[1] A. García G., “Reivindicando la aportación de María…”, en http://teonomia.blogspot.com...
[2] M. Warner, El mito y el culto de la Virgen María. Trad. J.L. Pintos. Madrid, Taurus, 1991 (Humanidades, 328), pp. 434-435.
[3] Ibid., p. 435.
[4] Cit. por A. García G., op. cit.
[5] I. Bakker, “María a los ojos de una mujer evangélica”, en Cristianismo y Sociedad, tercera época, año XXI, núm. 77-78, 1983, p. 44.
[6] I. Gebara y M.C.L. Bingemer, María, mujer profética. Trad. E. Requena Calvo. Madrid, Paulinas, 1988 (Cristianismo y sociedad, 11), pp. 53-54. Énfasis agregado.
[7] Idem.
[2] M. Warner, El mito y el culto de la Virgen María. Trad. J.L. Pintos. Madrid, Taurus, 1991 (Humanidades, 328), pp. 434-435.
[3] Ibid., p. 435.
[4] Cit. por A. García G., op. cit.
[5] I. Bakker, “María a los ojos de una mujer evangélica”, en Cristianismo y Sociedad, tercera época, año XXI, núm. 77-78, 1983, p. 44.
[6] I. Gebara y M.C.L. Bingemer, María, mujer profética. Trad. E. Requena Calvo. Madrid, Paulinas, 1988 (Cristianismo y sociedad, 11), pp. 53-54. Énfasis agregado.
[7] Idem.
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