REFORMA DE LA IGLESIA, DE LA SOCIEDAD, DE LAS PERSONAS (Ro 12.1-10)
Leopoldo Cervantes-Ortiz
14 de octubre, 2007
1. Una apología del cambio desde la fe
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”, dice San Pablo según la vieja versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera”. En la Dios Habla hoy suena así: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente, al contrario, cambien su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que es grato, lo que es perfecto”. Y en la de don Alfonso Lloreda y don Gonzalo Báez-Camargo, insignes biblistas latinoamericanos (Biblia del Nuevo Milenio, la traducción publicada por la editorial Trillas en 2000, luego de largos años de olvido, con ¡recomendación del cardenal Norberto Rivera Carrera!): “No os ciñáis a las normas de este mundo, sino dejaos transformar por la renovación de la mente, para que comprobéis cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”. La fluidez de esta última versión salta a la vista, pero sin importar la traducción, debe llamar nuestra atención la forma en que el apóstol se presenta como un apologista del cambio, pues la forma en que encadena los verbos en el idioma original (de uno de los cuales viene la palabra metamorfosis: transformar; y renovar; comprobar o conocer) subraya su intención de afirmar con claridad, sin dejar margen a dudas, que todos aquellos/as cuyas vidas han sido tocadas por Jesucristo se han comprometido a ser militantes de la transformación del mundo para que sea más acorde con las exigencias del Reino de Dios, en términos, como lo dice más adelante, de “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (14.17).
Esta pasión por el cambio dominó también la vida de la extraordinaria generación de reformadores del siglo XVI, encabezada por Lutero y Calvino, pero en cuya nómina aparecen los nombres de Zwinglio, Melanchton, Bullinger, Bucero, Ecolampadio, Juan de Valdés, Knox, Farel, Beza, Vittoria Colonna, Marie Dentière, Viret y tantos otros que, en las diversas regiones y ciudades de Europa, lucharon decididamente por devolverle a la Iglesia un rostro más cercano a los ideales del Nuevo Testamento, pues como escribió el biblista católico Raymond Brown, “la Iglesia que Jesús quería” cedió su lugar, al final del NT, a “las iglesias que los apóstoles nos dejaron”, no mejores ni peores, sino implicadas en busca de la obediencia al Evangelio. Por ello, el esfuerzo de transformación y renovación del cristianismo emprendido por ellos/as retomó firmemente el espíritu de las palabras de Pablo para intentar que la Iglesia recobrase su rostro de sierva de Jesucristo, más allá de los deseos de las clases dominantes de su tiempo. Esta voluntad de cambio los llevó a la necesidad de adecuar su mentalidad, su fe y su práctica piadosa ante los nuevos tiempos que se avecinaban. Lutero se refirió a esto cuando le decía a Melanchton que él y otros eran dichosos pues estaban comenzando a vivir la fe cristiana de otra manera, pues a él le resultaba casi imposible despojarse de los usos y costumbres en los que había sido formado, de lo cual se lamentaba amargamente.
Calvino, al comentar este pasaje, señala: “En el mundo todo es perversa dulzura y si deseamos sinceramente vestirnos de Cristo, nos conviene despojarnos de todo aquello que de él proceda. Y para que este modo de hablar no se preste a duda, el Apóstol ordena que seamos transformados o reformados por la renovación de nuestro entendimiento. Estas antítesis por medio de las cuales la idea es más claramente expresada son muy corrientes en las Escrituras”.[1] La historia de la tradición reformada incluye múltiples casos de renovación conflictiva que merecen citarse: las Guerra Civil estadounidense que dividió a las iglesias protestantes en esclavistas y antiesclavistas; las iglesias sudafricanas que aceptaban el apartheid, el cual fue señalado como herejía; las iglesias que rechazaron las imposiciones de Hitler en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, lo cual dio origen a la famosa Declaración de Barmen en 1934; los nuevos documentos doctrinales de la Iglesia Presbiteriana estadounidense que subsumió los anteriores y proyectó en 1967 su rumbo hacia nuevos derroteros; la Confesión de Fe de la Iglesia Presbiteriana-Reformada en Cuba (1977) que respondió a los enormes desafíos de la revolución; la decisión de la Iglesia Presbiteriana de Guatemala a favor de ordenar a las mujeres en 1998, luego de fuertes debates y cismas; la respuesta de la Alianza Reformada Mundial y de la Alianza de Iglesias Presbiterianas y Reformadas de América Latina a los retos de la globalización económica y la destrucción de la creación. Todo ello y mucho más, venciendo enormes resistencias internas, la mayoría de ellas siempre expresadas en nombre de la fe, de la Palabra de Dios y de los documentos doctrinales.
2. Reformar la sociedad, tarea cristiana
Los historiadores y analistas de la Reforma Protestante coinciden en que este movimiento no sólo consiguió transformar la Iglesia sino que, incluso sin proponérselo con suficiente claridad, fue más allá del cambio meramente religioso y de la superación de mentalidades antiguas, para implantar una nueva forma de experimentar, pensar y proyectar la fe, a las puertas de la modernidad. Algunos, como Émile Leonard afirman que la reforma llevada a cabo por Calvino, por ejemplo, logró sentar las bases de una nueva civilización, precisamente al rebasar los límites del cambio de las instituciones religiosas y rescatar la enseñanza bíblica de que puede y debe rendirse la gloria a Dios en todas las áreas de la vida. De allí surgió, según Max Weber, la idea del ascetismo intramundano, es decir, de que todos los quehaceres y trabajos que desarrollan los y las creyentes manifiestan potencialmente la vocación para la cual han sido llamados y en donde, inexcusablemente, deberán encontrar la forma de glorificar a Dios. Al no requerir la dedicación religiosa “de tiempo completo”, esto es, de manera artificial y desligada de la cotidianidad, la Reforma consiguió sacralizar el trabajo y colocar las exigencias éticas del Evangelio en todos los campos de la vida humana, a contracorriente de la burguesía que quiso desembarazarse o domesticar a la religión para eliminar las barreras religiosas contra la explotación y el lucro desmedidos.
Entender la transformación y la renovación como una obra del Espíritu Santo implica superar la estrecha visión de que la reforma de la sociedad vendrá automáticamente cuando se conviertan todos al Evangelio, pues ya sabemos que si eso sucediera habría que reiniciar otro movimiento similar a los del siglo XVI para acabar con la idea de Cristiandad corporativa. Más bien se trata de movilizarse, en nombre de las demandas del Evangelio, para que el mundo reconozca su injusticia y reoriente su rumbo en busca de mejores condiciones de vida para los seres humanos y con un enorme respeto por la creación y la naturaleza. La trinchera de la justicia ha sido ocupada por muchos creyentes que no se satisfacen con sentir que su iglesia vive conforme a la voluntad de Dios sino que promueven que ésta se lleve a cabo en todas las áreas de la vida humana. Inevitablemente esto tiene implicaciones políticas, como en el caso de Albert Gore, quien luego de sus estudios de teología en Harvard, y de su paso por la vicepresidencia de Estados Unidos, ha dado el salto a la trinchera ya no sólo ecológica sino ética, en su promoción de acciones efectivas de los gobiernos que contrarresten los efectos del calentamiento del planeta.
3. Renovación de las personas, tarea interminable
Parecería, entonces, que la renovación de las personas debería ir en primer lugar en esta búsqueda de fidelidad a las palabras del apóstol. Pero la dialéctica que maneja da pie para que estos tres elementos puedan ser tratados indistintamente, pues la necesidad de renovación y transformación personal se proyecta en las estructuras humanas que son reflejo claro de las actitudes, comportamientos y resistencias ante todo lo que “huela a cambio”. Habría que medirnos interiormente en relación con nuestro umbral a la transformación efectiva, sustancial, de la vida, pues no se trata sólo de adaptarnos y continuar con los valores que nos han sostenido durante años, aun cuando nos demuestren o advirtamos que son obsoletos en muchas cosas. El Evangelio de Romanos 12.2 demanda una severa autocrítica que nos empuje a llevar a cabo transformaciones reales, no cosméticas, ni de apariencia, para poder acceder a lo que el apóstol plantea al final del versículo: comprender la voluntad de Dios en sus mejores aspectos, con alegría y gozo no artificiales sino auténticos, como si se tratase de una mejoría cuyos efectos nos tocan directamente. Esta dinámica, personal y estructural, es el criterio para entender cómo el designio divino puede y debe cumplirse a cabalidad.
La Reforma Protestante, en ese sentido, redescubrió también la individualidad al subrayar el sacerdocio universal de los creyentes, en ambas vías, en la vida de piedad, fervor o devoción privados y en la nueva comprensión y práctica de la con-sagración que se sigue del entendimiento de que el cambio, la metamorfosis que produce el Evangelio, son profundos y radicales.
Leopoldo Cervantes-Ortiz
14 de octubre, 2007
1. Una apología del cambio desde la fe
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”, dice San Pablo según la vieja versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera”. En la Dios Habla hoy suena así: “No vivan ya según los criterios del tiempo presente, al contrario, cambien su manera de vivir y lleguen a conocer la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que es grato, lo que es perfecto”. Y en la de don Alfonso Lloreda y don Gonzalo Báez-Camargo, insignes biblistas latinoamericanos (Biblia del Nuevo Milenio, la traducción publicada por la editorial Trillas en 2000, luego de largos años de olvido, con ¡recomendación del cardenal Norberto Rivera Carrera!): “No os ciñáis a las normas de este mundo, sino dejaos transformar por la renovación de la mente, para que comprobéis cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”. La fluidez de esta última versión salta a la vista, pero sin importar la traducción, debe llamar nuestra atención la forma en que el apóstol se presenta como un apologista del cambio, pues la forma en que encadena los verbos en el idioma original (de uno de los cuales viene la palabra metamorfosis: transformar; y renovar; comprobar o conocer) subraya su intención de afirmar con claridad, sin dejar margen a dudas, que todos aquellos/as cuyas vidas han sido tocadas por Jesucristo se han comprometido a ser militantes de la transformación del mundo para que sea más acorde con las exigencias del Reino de Dios, en términos, como lo dice más adelante, de “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (14.17).
Esta pasión por el cambio dominó también la vida de la extraordinaria generación de reformadores del siglo XVI, encabezada por Lutero y Calvino, pero en cuya nómina aparecen los nombres de Zwinglio, Melanchton, Bullinger, Bucero, Ecolampadio, Juan de Valdés, Knox, Farel, Beza, Vittoria Colonna, Marie Dentière, Viret y tantos otros que, en las diversas regiones y ciudades de Europa, lucharon decididamente por devolverle a la Iglesia un rostro más cercano a los ideales del Nuevo Testamento, pues como escribió el biblista católico Raymond Brown, “la Iglesia que Jesús quería” cedió su lugar, al final del NT, a “las iglesias que los apóstoles nos dejaron”, no mejores ni peores, sino implicadas en busca de la obediencia al Evangelio. Por ello, el esfuerzo de transformación y renovación del cristianismo emprendido por ellos/as retomó firmemente el espíritu de las palabras de Pablo para intentar que la Iglesia recobrase su rostro de sierva de Jesucristo, más allá de los deseos de las clases dominantes de su tiempo. Esta voluntad de cambio los llevó a la necesidad de adecuar su mentalidad, su fe y su práctica piadosa ante los nuevos tiempos que se avecinaban. Lutero se refirió a esto cuando le decía a Melanchton que él y otros eran dichosos pues estaban comenzando a vivir la fe cristiana de otra manera, pues a él le resultaba casi imposible despojarse de los usos y costumbres en los que había sido formado, de lo cual se lamentaba amargamente.
Calvino, al comentar este pasaje, señala: “En el mundo todo es perversa dulzura y si deseamos sinceramente vestirnos de Cristo, nos conviene despojarnos de todo aquello que de él proceda. Y para que este modo de hablar no se preste a duda, el Apóstol ordena que seamos transformados o reformados por la renovación de nuestro entendimiento. Estas antítesis por medio de las cuales la idea es más claramente expresada son muy corrientes en las Escrituras”.[1] La historia de la tradición reformada incluye múltiples casos de renovación conflictiva que merecen citarse: las Guerra Civil estadounidense que dividió a las iglesias protestantes en esclavistas y antiesclavistas; las iglesias sudafricanas que aceptaban el apartheid, el cual fue señalado como herejía; las iglesias que rechazaron las imposiciones de Hitler en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, lo cual dio origen a la famosa Declaración de Barmen en 1934; los nuevos documentos doctrinales de la Iglesia Presbiteriana estadounidense que subsumió los anteriores y proyectó en 1967 su rumbo hacia nuevos derroteros; la Confesión de Fe de la Iglesia Presbiteriana-Reformada en Cuba (1977) que respondió a los enormes desafíos de la revolución; la decisión de la Iglesia Presbiteriana de Guatemala a favor de ordenar a las mujeres en 1998, luego de fuertes debates y cismas; la respuesta de la Alianza Reformada Mundial y de la Alianza de Iglesias Presbiterianas y Reformadas de América Latina a los retos de la globalización económica y la destrucción de la creación. Todo ello y mucho más, venciendo enormes resistencias internas, la mayoría de ellas siempre expresadas en nombre de la fe, de la Palabra de Dios y de los documentos doctrinales.
2. Reformar la sociedad, tarea cristiana
Los historiadores y analistas de la Reforma Protestante coinciden en que este movimiento no sólo consiguió transformar la Iglesia sino que, incluso sin proponérselo con suficiente claridad, fue más allá del cambio meramente religioso y de la superación de mentalidades antiguas, para implantar una nueva forma de experimentar, pensar y proyectar la fe, a las puertas de la modernidad. Algunos, como Émile Leonard afirman que la reforma llevada a cabo por Calvino, por ejemplo, logró sentar las bases de una nueva civilización, precisamente al rebasar los límites del cambio de las instituciones religiosas y rescatar la enseñanza bíblica de que puede y debe rendirse la gloria a Dios en todas las áreas de la vida. De allí surgió, según Max Weber, la idea del ascetismo intramundano, es decir, de que todos los quehaceres y trabajos que desarrollan los y las creyentes manifiestan potencialmente la vocación para la cual han sido llamados y en donde, inexcusablemente, deberán encontrar la forma de glorificar a Dios. Al no requerir la dedicación religiosa “de tiempo completo”, esto es, de manera artificial y desligada de la cotidianidad, la Reforma consiguió sacralizar el trabajo y colocar las exigencias éticas del Evangelio en todos los campos de la vida humana, a contracorriente de la burguesía que quiso desembarazarse o domesticar a la religión para eliminar las barreras religiosas contra la explotación y el lucro desmedidos.
Entender la transformación y la renovación como una obra del Espíritu Santo implica superar la estrecha visión de que la reforma de la sociedad vendrá automáticamente cuando se conviertan todos al Evangelio, pues ya sabemos que si eso sucediera habría que reiniciar otro movimiento similar a los del siglo XVI para acabar con la idea de Cristiandad corporativa. Más bien se trata de movilizarse, en nombre de las demandas del Evangelio, para que el mundo reconozca su injusticia y reoriente su rumbo en busca de mejores condiciones de vida para los seres humanos y con un enorme respeto por la creación y la naturaleza. La trinchera de la justicia ha sido ocupada por muchos creyentes que no se satisfacen con sentir que su iglesia vive conforme a la voluntad de Dios sino que promueven que ésta se lleve a cabo en todas las áreas de la vida humana. Inevitablemente esto tiene implicaciones políticas, como en el caso de Albert Gore, quien luego de sus estudios de teología en Harvard, y de su paso por la vicepresidencia de Estados Unidos, ha dado el salto a la trinchera ya no sólo ecológica sino ética, en su promoción de acciones efectivas de los gobiernos que contrarresten los efectos del calentamiento del planeta.
3. Renovación de las personas, tarea interminable
Parecería, entonces, que la renovación de las personas debería ir en primer lugar en esta búsqueda de fidelidad a las palabras del apóstol. Pero la dialéctica que maneja da pie para que estos tres elementos puedan ser tratados indistintamente, pues la necesidad de renovación y transformación personal se proyecta en las estructuras humanas que son reflejo claro de las actitudes, comportamientos y resistencias ante todo lo que “huela a cambio”. Habría que medirnos interiormente en relación con nuestro umbral a la transformación efectiva, sustancial, de la vida, pues no se trata sólo de adaptarnos y continuar con los valores que nos han sostenido durante años, aun cuando nos demuestren o advirtamos que son obsoletos en muchas cosas. El Evangelio de Romanos 12.2 demanda una severa autocrítica que nos empuje a llevar a cabo transformaciones reales, no cosméticas, ni de apariencia, para poder acceder a lo que el apóstol plantea al final del versículo: comprender la voluntad de Dios en sus mejores aspectos, con alegría y gozo no artificiales sino auténticos, como si se tratase de una mejoría cuyos efectos nos tocan directamente. Esta dinámica, personal y estructural, es el criterio para entender cómo el designio divino puede y debe cumplirse a cabalidad.
La Reforma Protestante, en ese sentido, redescubrió también la individualidad al subrayar el sacerdocio universal de los creyentes, en ambas vías, en la vida de piedad, fervor o devoción privados y en la nueva comprensión y práctica de la con-sagración que se sigue del entendimiento de que el cambio, la metamorfosis que produce el Evangelio, son profundos y radicales.
[1] J. Calvino, La epístola del apóstol Pablo a los Romanos. Trad. de Claudio Gutiérrez Marín. Grand Rapids, Subcomisión de Literatura Cristiana de la Iglesia Cristiana Reformada (CRC), 1977, p. 318.
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