ESPIRITUALIDAD Y ORDEN ECLESIÁSTICO EN LA TRADICIÓN REFORMADA (Efesios 4.1-16)
L. Cervantes-Ortiz
21 de octubre, 2007
1. El espíritu de la Reforma y la vida de la Iglesia
Cada movimiento que surge en la historia tiene un espíritu propio, esto es, un conjunto de características, un tono o un talante que le da razón de ser y ubica su novedad en el contexto que le dio origen y contra el cual despegará hasta alcanzar su trascendencia específica. Así ha sucedido con las corrientes artísticas, por ejemplo, porque en ellas es posible advertir cómo sus propuestas se contrastan con las escuelas anteriores para profundizar o agregar su manera de entender el arte. A propósito de este tema, resulta llamativo observar cómo las diversas vertientes de la Reforma protestante produjeron, en general sin proponérselo, una nueva veta de expresión marcada por sus orientaciones ideológicas y teológicas predominantes. De ese modo, impuso en la conciencia de muchos artistas la austeridad que después se entendería como típicamente protestante, a contracorriente de lo que sucedió en el catolicismo, adonde, como una fuerte reacción a esta nueva postura, la Contrarreforma se expresó en el barroco, cuyas manifestaciones, principalmente las arquitectónicas, trataron de bombardear, mediante el exceso de adornos y elementos, la mirada de los creyentes. En este campo, se enfrentaron, entonces, la simplicidad protestante, guiada por los principios fundamentales de la Reforma (Sola fide, Sola gratia, Sola Scriptura y Soli Deo gloriam), y el delirio visual católico en su empeño por ocupar el imaginario de las personas con sus postulados teológicos y religiosos.
Este espíritu o principio protestante (P. Tillich), ligado a la práctica de una austeridad innegociable, no siempre se encarnó en la vida de las iglesias y comunidades de la misma forma, pues a medida que se extendía la fe cristiana desligada del control de Roma, los y las creyentes asumían este espíritu según sus necesidades y circunstancias. Desde México, dos analistas muy agudos advirtieron las abismales diferencias entre las iglesias, países e incluso culturas que se guiaron por un espíritu u otro. Para Octavio Paz, los países hispánicos como el nuestro heredaron el espíritu de la Contrarreforma: una oposición permanente a lo que oliera a novedad o cambio radical y con ello el acceso a formas más ordenadas y democráticas de vida se ha ido retrasando indefinidamente en nuestra conciencia y cotidianidad. Por su parte, Juan A. Ortega y Medina, destacó la forma en que una persona protestante se sitúa en el presente y como su vida presente está iluminada por su esperanza en la vida venidera, pero no ya de una manera obsesiva ni enfermiza.
2. Una nueva espiritualidad…
La espiritualidad típicamente reformada se fue construyendo a partir de los postulados básicos que orientaron la transformación de la Iglesia, en un ambiente de incertidumbre. Era una espiritualidad emergente, de crisis, podría decirse, puesto que los tiempos demandaban no solamente estar a la altura de los cambios sino mantener la esperanza cristiana ante el derrumbe de una cultura eclesiástica que antes lo había dominado todo. Ubicarse ante semejante reajuste religioso, ideológico y espiritual obligó a aplicar creativamente las enseñanzas de la Biblia que recientemente había sido liberada para estar de nuevo al alcance del pueblo. Este redescubrimiento hizo posible que, además del impacto espiritual que representó el despertar de la fe individual y la reubicación de las comunidades, se lograse reformular la cultura religiosa mediante un balance entre la experiencia, el Libro y la tradición de las nuevas iglesias. De este modo la espiritualidad ( vida cristiana) pudo sobrevivir a las controversias sobre cuál debía ser el rostro de la fe entre el pueblo, porque las clases dominantes, poco preocupadas por la sana edificación de la fe en sus territorios, se vieron confrontadas con la necesidad de aceptar la autonomía de las comunidades, que ahora ya no estarían sometidas a un religiosidad por decreto, dado el surgimiento de movimientos que intentaban llenar las lagunas espirituales de las personas.
Si cada persona era ahora responsable de su relación con Dios, el papel de la comunidad y de los ministerios desarrollados interna y externamente tendría que adaptarse forzosamente para responder a ello y a las presiones ideológicas y prácticas del nuevo orden político-económico que se estaba adueñando de la situación. Eso explica mucho la lucha que algunos reformadores llevaron a cabo para arrebatar a los poderosos el control de la Iglesia, pues éstos se sentían con el derecho inalienable de ejercer, en la nueva situación, los “nuevos” oficios o ministerios, ante lo cual los exegetas y pastores reaccionaron remitiéndose a la autoridad de la Biblia y a la acción soberana del Espíritu Santo en su espacio natural, el pueblo de Dios.
3. …para vivirla en un nuevo orden eclesiástico
Y es que las afirmaciones paulinas de su carta a los Efesios, retomadas por los reformadores y las iglesias, plantean que el orden eclesiástico suscitado, instaurado y guiado por el Espíritu Santo, no puede ser otra cosa sino el reflejo de esta nueva espiritualidad, que es capaz de ir más allá de las apariencias para fundar en la realidad, por un lado, la obediencia al llamado de Dios para una misión específica y, por otro, la pluralidad de dones y ministerios con que el Señor responde a través de su Iglesia a las necesidades humanas. Así, de los oficios mencionados por la carta, sólo el de apóstoles no puede repetirse ya, pues implicó haber vivido en la época fundacional de la Iglesia, aunque su espíritu (la dedicación o consagración) sigue vigente. Los demás: pastores, doctores, ancianos y diáconos, constituyen la raíz del orden reformado para la vida de la Iglesia. Así lo entendió Calvino cuando, en noviembre de 1541, logró que los consejos de la ciudad de Ginebra aprobaran las Ordenanzas Eclesiásticas, la constitución que regiría los destinos de la iglesia en ese lugar. En ese documento se subrayaba la pertinencia de llevar a su plenitud estos oficios en el afán de superar las limitaciones que se veían en la Iglesia tradicional y de motivar una mayor participación de los fieles como parte de la comunidad. Un aspecto fundamental en este sentido fue la eliminación de las diferencias jerárquicas entre el clero y los laicos dada la igualdad producida por el llamamiento del Espíritu Santo a los oficios respectivos.
Esta reglamentación eclesiástica entendía la disciplina como una forma de “cura de almas”, es decir, como una pastoral atenta, sensible y consistente, que sin dejar de lado la energía requerida, tampoco ignorase la necesidad de conducir la vida de las personas y la comunidad de la mejor manera. El propio Calvino enfrentó problemas con las familias dominantes de la ciudad y, al mismo tiempo, los conflictos creados por su propia familia, a quien debía aplicar la misma disciplina que a los demás miembros de la comunidad. La Reforma de la Iglesia pasaba, inevitablemente, por una nueva organización eclesiástica que fuera capaz de concretar la crítica radical al viejo orden y de edificar, de manera propositiva y permanente, estructuras eclesiales funcionales y capaces de reformarse continuamente para realizar la voluntad de Dios en el mundo.
L. Cervantes-Ortiz
21 de octubre, 2007
1. El espíritu de la Reforma y la vida de la Iglesia
Cada movimiento que surge en la historia tiene un espíritu propio, esto es, un conjunto de características, un tono o un talante que le da razón de ser y ubica su novedad en el contexto que le dio origen y contra el cual despegará hasta alcanzar su trascendencia específica. Así ha sucedido con las corrientes artísticas, por ejemplo, porque en ellas es posible advertir cómo sus propuestas se contrastan con las escuelas anteriores para profundizar o agregar su manera de entender el arte. A propósito de este tema, resulta llamativo observar cómo las diversas vertientes de la Reforma protestante produjeron, en general sin proponérselo, una nueva veta de expresión marcada por sus orientaciones ideológicas y teológicas predominantes. De ese modo, impuso en la conciencia de muchos artistas la austeridad que después se entendería como típicamente protestante, a contracorriente de lo que sucedió en el catolicismo, adonde, como una fuerte reacción a esta nueva postura, la Contrarreforma se expresó en el barroco, cuyas manifestaciones, principalmente las arquitectónicas, trataron de bombardear, mediante el exceso de adornos y elementos, la mirada de los creyentes. En este campo, se enfrentaron, entonces, la simplicidad protestante, guiada por los principios fundamentales de la Reforma (Sola fide, Sola gratia, Sola Scriptura y Soli Deo gloriam), y el delirio visual católico en su empeño por ocupar el imaginario de las personas con sus postulados teológicos y religiosos.
Este espíritu o principio protestante (P. Tillich), ligado a la práctica de una austeridad innegociable, no siempre se encarnó en la vida de las iglesias y comunidades de la misma forma, pues a medida que se extendía la fe cristiana desligada del control de Roma, los y las creyentes asumían este espíritu según sus necesidades y circunstancias. Desde México, dos analistas muy agudos advirtieron las abismales diferencias entre las iglesias, países e incluso culturas que se guiaron por un espíritu u otro. Para Octavio Paz, los países hispánicos como el nuestro heredaron el espíritu de la Contrarreforma: una oposición permanente a lo que oliera a novedad o cambio radical y con ello el acceso a formas más ordenadas y democráticas de vida se ha ido retrasando indefinidamente en nuestra conciencia y cotidianidad. Por su parte, Juan A. Ortega y Medina, destacó la forma en que una persona protestante se sitúa en el presente y como su vida presente está iluminada por su esperanza en la vida venidera, pero no ya de una manera obsesiva ni enfermiza.
2. Una nueva espiritualidad…
La espiritualidad típicamente reformada se fue construyendo a partir de los postulados básicos que orientaron la transformación de la Iglesia, en un ambiente de incertidumbre. Era una espiritualidad emergente, de crisis, podría decirse, puesto que los tiempos demandaban no solamente estar a la altura de los cambios sino mantener la esperanza cristiana ante el derrumbe de una cultura eclesiástica que antes lo había dominado todo. Ubicarse ante semejante reajuste religioso, ideológico y espiritual obligó a aplicar creativamente las enseñanzas de la Biblia que recientemente había sido liberada para estar de nuevo al alcance del pueblo. Este redescubrimiento hizo posible que, además del impacto espiritual que representó el despertar de la fe individual y la reubicación de las comunidades, se lograse reformular la cultura religiosa mediante un balance entre la experiencia, el Libro y la tradición de las nuevas iglesias. De este modo la espiritualidad ( vida cristiana) pudo sobrevivir a las controversias sobre cuál debía ser el rostro de la fe entre el pueblo, porque las clases dominantes, poco preocupadas por la sana edificación de la fe en sus territorios, se vieron confrontadas con la necesidad de aceptar la autonomía de las comunidades, que ahora ya no estarían sometidas a un religiosidad por decreto, dado el surgimiento de movimientos que intentaban llenar las lagunas espirituales de las personas.
Si cada persona era ahora responsable de su relación con Dios, el papel de la comunidad y de los ministerios desarrollados interna y externamente tendría que adaptarse forzosamente para responder a ello y a las presiones ideológicas y prácticas del nuevo orden político-económico que se estaba adueñando de la situación. Eso explica mucho la lucha que algunos reformadores llevaron a cabo para arrebatar a los poderosos el control de la Iglesia, pues éstos se sentían con el derecho inalienable de ejercer, en la nueva situación, los “nuevos” oficios o ministerios, ante lo cual los exegetas y pastores reaccionaron remitiéndose a la autoridad de la Biblia y a la acción soberana del Espíritu Santo en su espacio natural, el pueblo de Dios.
3. …para vivirla en un nuevo orden eclesiástico
Y es que las afirmaciones paulinas de su carta a los Efesios, retomadas por los reformadores y las iglesias, plantean que el orden eclesiástico suscitado, instaurado y guiado por el Espíritu Santo, no puede ser otra cosa sino el reflejo de esta nueva espiritualidad, que es capaz de ir más allá de las apariencias para fundar en la realidad, por un lado, la obediencia al llamado de Dios para una misión específica y, por otro, la pluralidad de dones y ministerios con que el Señor responde a través de su Iglesia a las necesidades humanas. Así, de los oficios mencionados por la carta, sólo el de apóstoles no puede repetirse ya, pues implicó haber vivido en la época fundacional de la Iglesia, aunque su espíritu (la dedicación o consagración) sigue vigente. Los demás: pastores, doctores, ancianos y diáconos, constituyen la raíz del orden reformado para la vida de la Iglesia. Así lo entendió Calvino cuando, en noviembre de 1541, logró que los consejos de la ciudad de Ginebra aprobaran las Ordenanzas Eclesiásticas, la constitución que regiría los destinos de la iglesia en ese lugar. En ese documento se subrayaba la pertinencia de llevar a su plenitud estos oficios en el afán de superar las limitaciones que se veían en la Iglesia tradicional y de motivar una mayor participación de los fieles como parte de la comunidad. Un aspecto fundamental en este sentido fue la eliminación de las diferencias jerárquicas entre el clero y los laicos dada la igualdad producida por el llamamiento del Espíritu Santo a los oficios respectivos.
Esta reglamentación eclesiástica entendía la disciplina como una forma de “cura de almas”, es decir, como una pastoral atenta, sensible y consistente, que sin dejar de lado la energía requerida, tampoco ignorase la necesidad de conducir la vida de las personas y la comunidad de la mejor manera. El propio Calvino enfrentó problemas con las familias dominantes de la ciudad y, al mismo tiempo, los conflictos creados por su propia familia, a quien debía aplicar la misma disciplina que a los demás miembros de la comunidad. La Reforma de la Iglesia pasaba, inevitablemente, por una nueva organización eclesiástica que fuera capaz de concretar la crítica radical al viejo orden y de edificar, de manera propositiva y permanente, estructuras eclesiales funcionales y capaces de reformarse continuamente para realizar la voluntad de Dios en el mundo.
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