martes, 18 de diciembre de 2007

Letra 53, 9 de diciembre de 2007

EL ADVIENTO (II)
Elizabeth González y Jesús Martínez
Red Latinoamericana de Liturgia/CLAI, www.selah.com.ar

María está esperando a un hijo. Como ella, también nosotros aguardamos por la hora en que nazca el hijo para mostrarlo al mundo. De ahí nuestra expectativa, llena de una alegría contenida: “porque la virgen concebirá y dará a luz a un hijo, y llamará Emmanuel, Dios con Nosotros” (Is 7.14). El Espíritu que fecunda el vientre de María, fecunda a la Iglesia y a la comunidad, y hace nacer nuevos hijos de Dios: “...a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn 1.12).

Espiritualidad del Adviento
El Adviento encierra un rico contenido teológico; considera, efectivamente, todo el misterio desde la entrada del Señor en la historia hasta su final. Los diferentes aspectos del misterio se remiten unos a otros y se fusionan en una admirable unidad.
El adviento evoca ante todo la dimensión histórico-sacramental de la salvación. El Dios del adviento es el Dios de la historia, el Dios que vino en plenitud para salvar a la humanidad en Jesús de Nazaret, en quien se revela el rostro del Padre (Jn 14.9). La dimensión histórica de la revelación recuerda que se concreta la plena salvación del ser, y de toda la humanidad.
El adviento es el tiempo litúrgico en el que se evidencia con fuerza la dimensión escatológica del ministerio cristiano. Dios nos ha destinado a la salvación (1 Tes 5.9), si bien se trata de una herencia que se revelará sólo al final de los tiempos (1 P 1.5).
La historia es el lugar donde acontecen las promesas de Dios y está orientada hacia el día del Señor (1 Co 1.8; 5.5). Cristo vino en nuestra carne, se manifestó y reveló resucitado después de la muerte a los apóstoles y a los testigos escogidos por Dios (Hch 10.40-42) y aparecerá gloriosamente al final de los tiempos (Hch 1.11). Durante su peregrinación terrena la iglesia vive incesantemente la tensión del ya de la salvación plenamente cumplida en Cristo y el todavía no de su actuación en nosotros y de su total manifestación con el retorno glorioso del Señor como juez y salvador. Como cristianos consideramos la vida y la historia como una gran marcha, que sólo terminará cuando nos encontremos todos en la casa del Padre, en la ciudad de Dios, en la “nueva Jerusalén”, en el Reino definitivo prometido por Dios, en el Reino que desde ahora y aquí hacemos juntos y juntas.
El Adviento, finalmente, revelándonos las verdaderas, profundas y misteriosas dimensiones de la venida de Dios, nos recuerda al mismo tiempo el compromiso misionero de la iglesia y de todo cristiano por el advenimiento del Reino de Dios. La misión de la iglesia de anunciar el evangelio a todas las gentes se funda esencialmente en el misterio de la venida de Cristo.
La actitud de espera caracteriza a la iglesia y al cristiano, ya que el Dios de la revelación es el Dios de la promesa, que en Cristo ha mostrado su absoluta fidelidad al ser humano (2 Co 1.20). Durante el adviento la iglesia no se pone al lado de los hebreos que esperaban al Mesías prometido, sino que vive la espera de Israel en niveles de realidad y de definitiva manifestación de esta realidad, que es Cristo.
El adviento del Reino de Dios trae en sí una propuesta radicalmente nueva de relacionamiento entre el ser humano y la humanidad; trae en sí una crítica a muchos proyectos y modos de organización de la sociedad y de la vida individual de cada persona. Vivimos en una sociedad contradictoria, tratando de sobrevivir; tenemos logros, pero también desigualdades y pérdidas de valores. Estamos insertados en un mundo cambiante, mercantilizado e inseguro, bajo la amenaza de la guerra. Las personas y los países se miden por el nivel de consumo y muchos seres humanos mueren en situaciones de extrema pobreza.
El tiempo litúrgico de Adviento nos hace vivir profundamente este aspecto de la presencia-ausencia del Reino y reaviva en nosotros la esperanza de un futuro mejor dentro de un mundo que parece estar suicidándose. El adviento pues, celebra al “Dios de la Esperanza” (Ro 15.13) y vive la gozosa esperanza (Sal 24; Ro 8.24-25).
El Hijo de Dios viene “de lo alto” como un regalo del Padre, pero requiere la aceptación de las personas. Esta unión entre Dios y la humanidad para la realización de la salvación, viene expresada en la imagen bíblica de la tierra que se abre para recibir la lluvia, que hace a la simiente crecer; tierra que es fecundada también por el rocío (Is 35.1-10; 61.10-11). Esta imagen de la lluvia y el rocío que penetran en la tierra, así como de la gravidez, nos ayuda a comprender la salvación como algo dentro de nuestra realidad actual, dentro de la historia, dentro de la vida de los hombres y mujeres y no fuera de ella.
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ANCIANOS Y DIÁCONOS EN LA TRADICIÓN REFORMADA: MINISTERIOS DE AUTORIDAD Y SERVICIO (IV)

2. Ancianos en la Iglesia: entre el poder, la disciplina y el servicio
Como ha documentado Lukas Vischer, el oficio de ancianos en la iglesia se remonta muchos años atrás del trabajo de Calvino en Ginebra, pues ya se menciona en la Unidad Moravo-Bohemia de Hermanos, desde antes que este movimiento eligiera a sus clérigos en 1467, e incluso había mujeres entre ellos. Los Moravos creían que los ancianos debían monitorear el trabajo de los pastores para que éstos no estuvieran solos ni pusieran en riesgo su reputación. El ejemplo de este movimiento se extendió, pues ellos establecieron contactos con los luteranos y en 1540 un representante se entrevistó en Estrasburgo con Calvino y Bucero y se estableció la correspondencia entre ambas partes. Según Vischer, la manera en que los reformadores entendieron este oficio eclesiástico a partir de su concepción de los ministerios en general, dominada por un ethos anti-jerárquico, es decir, por la intención consciente de abolir las diferencias entre el clero y los laicos, pues ambos tenían la responsabilidad de proclamar la Palabra de Dios y dirigir a la Iglesia. Éste es el principio de la representatividad colegiada y por turnos: algunos miembros de la comunidad alcanzarían el liderazgo por la responsabilidad del cargo no por el nivel jerárquico. Por ello, los pastores, los ancianos o diáconos no eran superiores unos a otros. Lo único que los diferencia son los propósitos y metas.Como en Zürich, bajo Zwinglio, hubo una estrecha cooperación entre las autoridades religiosas y civiles, el oficio de anciano no tuvo demasiada relevancia e incluso Bullinger, sucesor de Zwinglio, no los discute con amplitud en la Segunda Confesión Helvética. No obstante, fue introducido posteriormente. En otras ciudades adonde la iglesia se independizó más del poder civil, como Basilea, el oficio de los seniores equivalió al de ancianos, pues ellos ejercerían la disciplina. En Estrasburgo la situación fue más compleja, aunque en octubre de 1531 se estableció el oficio de Kirchenpfleger, es decir, laicos nombrados por el consejo de la ciudad y la comunidad. Bucero equiparó a estas personas con los ancianos del Nuevo Testamento.
Este tema es, en palabras de Elsie Ann McKee, “quizá de los más distintivos (y controversiales) de la doctrina calvinista del ministerio cristiano”. Para Calvino, el trabajo de los ancianos incluye la administración del orden eclesiástico, y como función primaria la guía, dirección y gobierno de la iglesia. Pero, ¿quiénes, de entre los laicos, deberían ser electos para administrar el orden eclesiástico? Cuando la iglesia y el Estado no estaban separados, y las autoridades civiles apoyaban la Reforma, resultaba natural que se considerase a los magistrados o príncipes como los más indicados para ejercer la disciplina, a lo cual éstos reaccionaron con amplio beneplácito. Pero fueron los calvinistas quienes rechazaron la identificación del liderazgo de los laicos con los gobernantes cristianos, aunque no necesariamente en la práctica. Calvino desarrolló su perspectiva a partir de las ideas de Ecolampadio y Bucero, y sus razones para rechazar esta identificación se basan, en primer lugar, en las enseñanzas del NT, pues en ningún lugar hay indicaciones al respecto, lo cual contrasta con los argumentos de Zwinglio tomados del Antiguo Testamento (sobre todo 2 Cr 19). Calvino parte de que, en Mateo 18, el sanedrín aparece como un cuerpo elegido de sacerdotes y laicos que controlaban la moral y la religión del pueblo, pues la iglesia cristiana aún no se había separado del judaísmo. De ahí su carácter de cuerpo colegiado. Como indica McKee: “La tradición reformada-calvinista insistió en el modelo del NT para el correcto orden eclesiástico, al distinguir entre la Iglesia y el Estado, y al defender y luchar por la autonomía del gobierno eclesiástico. La misma persona podía ser magistrado cristiano y anciano, pero los oficios son diferentes y distintos”. Como otros dirigentes protestantes, Calvino insistió en incluir a los laicos en las funciones directivas de la iglesia, algo impensable para la iglesia católico-romana. Con ello se abrió la puerta a la pluralidad de ministerios entre los laicos, lo cual fue articulado teórica y prácticamente ante la muy cercana separación entre la Iglesia y el Estado. El gobierno de la Iglesia demandaba, entonces, una estructura que diera cabida a la diversidad de ministerios y oficios, rota ya la división entre clero y laicado.
(LC-O)

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