martes, 18 de diciembre de 2007

Las dimensiones de la Reforma Protestante en el siglo XXI

LAS DIMENSIONES DE LA REFORMA PROTESTANTE EN EL SIGLO XXI
(II Corintios 10.1-17)
L. Cervantes-Ortiz
28 de octubre, 2007

1. La experiencia de la fe en un mundo dominado por las apariencias
“Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne…” (II Co 10.3): estas palabras de Pablo atienden al hecho de que la fe es el punto de partida inevitable para la experiencia cristiana, pues la apuesta existencial que representa creer en la Palabra divina del Evangelio constituye la plataforma para cualquier intento de renovación de la Iglesia. La militancia cristiana que desarrolló la Reforma y que dejó como legado para las generaciones posteriores fue una suma de esfuerzos basados en la creencia puntual de que Dios acompañaba las luchas y proyectos concretos que se fueron desarrollando. De esa manera, cuando Lutero decide fortalecer su posición en presencia del emperador de Alemania y cuando públicamente quema el decreto papal de excomunión, se dieron pasos firmes basados en una fe que no podía dar marcha atrás y que, como en el caso de los profetas del Antiguo Testamento, comprobarían su validez con el avance cronológico de los sucesos, pues no se trataba solamente de que los acontecimientos le “dieran la razón”, sino de algo más grande que estaba en juego, a saber, la fidelidad de la Iglesia al Evangelio de Jesucristo que no podía estar en entredicho. De ese modo es posible aventurar la interpretación de que las reformas religiosas del siglo XVI fueron suscitadas, sostenidas y consolidadazas por el Espíritu Santo, pues como bien demuestra el Apocalipsis (en las cartas a las iglesias del Asia menor), sólo él puede renovar y transformar continuamente a la Iglesia.
Además, el principio protestante de la Sola Fide, fue una reacción directa al predominio de las obras en la mentalidad cristiana y buscó encarnarse adecuadamente en acciones que no rompieran el equilibrio bíblico que se deja ver, por ejemplo, entre las enseñanzas de Pablo y Santiago, pues la preeminencia de la fe y la necesidad de las obras como fruto de la misma son un conjunto inseparable que debe experimentarse como una realidad en la vida cotidiana. El desafío para que la fe alcance una eficacia visible sigue vigente. Por ello, ante el acecho siempre de otorgar mayor valor a las apariencias, la exigencia de la fe como condición insustituible para percibir en su justa dimensión la acción de Dios en el mundo y en la vida de las personas es un logro innegable de la lucha de los y las reformadores, dado que fue el principio rector de los diversos movimientos de la época y propició la revisión radical de las motivaciones religiosas humanas para vivir la fe en el marco de la Iglesia institucional que, como cualquier otra institución, había desgastado sus bases fundamentales. Varios siglos después, las iglesias seguimos en este desgaste y recibimos el mismo reto de la Reforma para experimentar y transmitir la fe ante nuestra coyuntura específica, la cual debemos tratar de entender para afianzar el lugar de la fe.

2. El redescubrimiento de la Biblia ante el abandono y la superficialidad actuales
“Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, refutando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios” (vv. 4.5a). Así como Pablo sentía que su lucha personal trascendía los límites de su existencia humana y alcanzaba dimensiones casi cósmicas, los reformadores y la Reforma en sí misma se escudaron detrás de la Biblia para fortalecer su argumentación en medio de las fuerzas que, aprovechando los impulsos latentes que al fin habían estallado, trataron de mediatizar o conducir la lucha específicamente religiosa hacia otros derroteros de naturaleza política, según la conveniencia de los monarcas en turno. Por eso, el esfuerzo lingüístico y cultural del propio Lutero, en su faceta de traductor de la Biblia, y de tantos otros que militaron en la trinchera del libro impreso, otorgó a la Reforma un papel doble, religioso y cultural, pues el redescubrimiento de la Biblia a nivel popular permitió que no solamente los líderes abrieran los ojos sino también las masas ignorantes que ahora podían disfrutar de los textos bíblicos en un idioma completamente accesible. Se conformó así un complejo espiritual, académico y cultural que, gracias a la exégesis, interpretación, predicación y aplicación de las verdades bíblicas en la construcción de nuevos modelos de Iglesia permitió el desarrollo de una manera distinta de ser creyentes: el apego a la Biblia dejaría de ser asunto de especialistas para desembocar en un constante contacto con la palabra divina revelada en el Libro. De ahí surgió la cultura protestante como cultura del Libro, fiel a los orígenes antiguos, sustentados también en la Ley escrita de Dios.
Pero parecería que ahora mismo esta cultura y práctica cristianos está viviendo sus peores momentos en el seno de las iglesias, su espacio natural, debido al peso específico de tantos adversarios que ponen en riesgo la lectura sistemática, interpretación seria y la predicación comprometida de la Palabra de Dios. Asistimos a un fuerte deterioro de la cultura bíblica en la Iglesia, pues si bien no se trata de persistir en aquellas tradiciones de memorización y hasta de juegos colectivos con que en otras épocas se fomentaba la lectura de la Biblia, es preciso recuperar el genuino espíritu protestante basado en la reflexión seria y eficaz, que nos debe caracterizar, para no incurrir en excesos y ofrecer un testimonio efectivo de la autoridad de la palabra divina y su capacidad para transformar las vidas de las personas. La fuerza bíblica de las iglesias debe reforzarse de manera creativa y dialogante con los tiempos actuales, en donde los medios de todos tipos capturan la mente y la imaginación. El conocimiento de Dios, como decía bien Pablo, es lo que sigue estando en entredicho.

3. La soberanía y la gloria de Dios sobre todas las cosas
“Llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (v. 5b). Soli Deo gloriam, sólo para la gloria de Dios: el postulado radical que presidió y debe presidir cualquier desarrollo y práctica cristianos, se basa, en el espíritu paulino, en la intención de conducir todo hacia “la obediencia de Cristo”, es decir, a la sumisión de todo pensamiento humano a la voluntad divina. Este proyecto teo-lógico, cristo-céntrico, tuvo varios momentos de consumación parcial, pues las fuerzas humanas en juego, llevadas por el interés político y económico, constantemente ofrecieron resistencia a su realización. En ese sentido, hay que tratar de entender a las poblaciones de la época, que como las de hoy, participan inconsciente o involuntariamente de las imposiciones de los responsables del poder. De ahí que el esfuerzo titánico por reorientar la marcha de la sociedad en el sentido de “la voluntad de Dios” encontraba a las personas en una situación de confusión causada por el fuego cruzado de reformadores, gobernantes y aventureros que aprovechaban la situación. La conciencia bíblico-teológica de los reformadores fue, así, la única garantía de que el destino de los diversos movimientos estaban o podían estar en la dirección correcta. Los nombres mismos de las nuevas iglesias eran un signo de por dónde debían caminar los logros obtenidos en lapsos de tiempo razonables.
La búsqueda y promoción de la gloria de Dios llevó a la teología y la doctrina reformadas, en particular, a percibir la necesidad de extender esta soberanía a todos los ámbitos de la vida, lo cual presagiaba nuevos conflictos con la ideología que se estaba imponiendo, la burguesa, que buscaba separar, efectivamente, los espacios religioso y secular para supuestamente superar las imposiciones del primero. Este sería el nuevo desafío, propio de la llamada modernidad, y que hoy, nuevamente, ante los embates de la posmodernidad enfrentamos a veces sin mucha conciencia de los cambios de mentalidades. Por todo ello, las múltiples dimensiones de la Reforma Protestante nos desafían nuevamente a profundizar en el esfuerzo y ejercicio auténticos de una fe que, realmente y más allá de cualquier apariencia que denigre al Evangelio de Jesucristo, permita “llevar cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo”, comenzando con nosotros mismos.

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